En días pasados, la Cámara de Diputados aprobó que entre en vigor la nueva Ley de Etiquetado Frontal de Alimentos y Bebidas con advertencias respecto al contenido de azúcares, calorías, grasas saturadas y contenido en sodio de los alimentos con el fin, entre otras cosas, de ofrecer información clara sobre los potenciales riesgos de consumir alimentos que supuestamente representan un riesgo para la salud.

La promoción de esta Ley tiene de trasfondo, el combate a las altísimas prevalencias de sobrepeso y obesidad infantil y en adultos que existen en nuestro país. La obesidad es sin duda, un tema multicausal, y entre las primeras causalidades que la población identifica respecto a ella son la alimentación y la actividad física. Hasta aquí la cuestión sería simple, de no ser porque la alimentación y la actividad física están directamente influenciadas por las grandes inequidades sociales que existen en el país.

El tema del etiquetado se ha vuelto polémico en esencia, porque se ha simplificado el asunto en dos bandos: quienes están en contra (en referidas ocasiones, asociados a la industria) y quienes están a favor (quienes serían especialistas del tema en pro del bienestar de la población). La politización del tema y la extrema postura de ambas partes nos impide en ocasiones, visualizar de manera clara cuáles serían en todo caso, cuestiones de fondo sobre lo que se pone en juego.

Se argumenta que como el etiquetado es más claro, esto permitirá a poblaciones menos educadas en cómo hacer cálculos de nutrimentos y saber interpretar el número de porciones contenidas en ciertos alimentos. Evidentemente, se necesita mayor claridad, pero no en las etiquetas, sino en el acceso a la educación en general y también en cuestiones de seguridad alimentaria para procurar un acceso a alimentos más equitativo para la población en general. Dicho en otras palabras, si un etiquetado es claro, una persona en condición vulnerable puede saber que ese alimento probablemente esté lleno de nutrimentos que en exceso son perjudiciales para su salud a largo plazo. Sin embargo, en la toma de la decisión sobre el consumo de ese alimento, las subjetividades en el costo beneficio de su consumo, no incluyen, en muchas ocasiones desgraciadamente, el hecho de saber que algo “hace daño”.

La decisión también se toma en relación con otros factores, por ejemplo, al costo económico de ese alimento en relación con la saciedad. Alimentos baratos que llenan y gustan, versus alimentos baratos que no llenan y tal vez no gustan tanto.

En la decisión entran entonces muchísimos otros factores subjetivos. Probablemente las poblaciones más vulnerables entiendan mejor que eso no es lo que “deberían” estar consumiendo, pero dado su contexto socio cultural, es lo que “pueden” estar consumiendo.

Además, dentro del plano neurocientífico, se ha establecido que las decisiones que tomamos tienen siempre sesgos en la supuesta racionalidad. Se sabe, por ejemplo, que las personas funcionamos a través de símbolos y de la construcción de prejuicios de esos símbolos. Cuando nosotros tenemos un prejuicio, aunque contemos con información que diga lo contrario a lo que creemos, nuestro cerebro tiende a creer lo que se cree y a sólo tomar en cuenta las informaciones que apoyan lo que se cree, y no lo que es. En ese sentido, la educación a partir de lo que se cree, resulta una cuestión central en el cambio de actitudes y, por lo tanto, en las decisiones de consumo.

Es un derecho de los consumidores tener información clara sobre lo que consumen, eso es un hecho. Pero si con el etiquetado pretendemos que se acorte la brecha entre población sana y población con enfermedades crónico-degenerativas, es como pretender que la brecha de la desigualdad se acorte sólo con informaciones más claras.