El movimiento estudiantil mexicano tiene, como todos los levantamientos de este tipo en América Latina, un toque particular. Provee de una propuesta estructural proveniente de quienes reflexionan, con mayor detenimiento los cambios del mundo desde diferentes perspectivas: los universitarios. Grandes académicos han participado en las principales revoluciones históricas, sin embargo, siempre se ha privilegiado a las clases tradicionalmente oprimidas como emblema de la recuperación -reivindicación- del sistema. Aparecen los movimientos, herederos del cambio paradigmático que sufrió el mundo a finales de los años 60’s. Los intelectuales ahora no solamente son estrategas detrás de los libros, también participan activamente como propulsores e incluso, como líderes de las arengas contra el gobierno. La solución de los grandes gobiernos y, posteriormente, de las grandes empresas (ahora mezcladas aunque separadas en apariencia por pudor jurídico)  fue muy simple: la fuga de cerebros. Preparar a los jóvenes desde el aparato ideológico neoliberal para contrarrestar la disidencia. Eficiente esta forma de invasión durante muchos años, incluso sus pupilos llegaron a ser presidentes y ocupar otros grandes puestos en la función pública. El mismo propósito de esta “capacitación” generó  otra clase de discípulos, mentes críticas que, aceptando salir de sus países de origen, al volver tenían una forma de pensar totalmente diferente. Crearon cosmopolitas rebeldes, no sumisos capitalistas. Ahora se enfrentaban a un gran problema, la fuga de cerebros se convirtió en realidad, se había fugado la información del actuar económico sobre las tierras en vías de desarrollo y cómo controlaban guerrillas, oposiciones políticas de izquierda, etc. Generaron, por tanto, un blindaje de primer nivel para el pensamiento antiimperialista.

Sembrados en América Latina, los “cerebros rojos” pudieron asumir el compromiso con el cambio internacional acontecido principalmente en 1968. México no fue la excepción, tuvimos nuestras manifestaciones y –lamentablemente-nuestros mártires. Sentíamos el espíritu de la conquista ante un mundo que se presentaba bicéfalo y donde la opción por ayudar al marginado era una posibilidad real para destrozar esquemas jerárquicos e instaurar un orden justo. La Academia conquistó desde su actuar, la libertad y desde sus peticiones, la inclusión de grupos vulnerables. Los estudiantes sabían de indígenas, obreros, prostitutas e indigentes. Eran aliados porque tenían un enemigo en común; hay que aclarar que el odio no unifica, jamás, pero sí la exigencia de las libertades fundamentales.

La demanda por los derechos básicos de la ciudadanía tenía oídos sordos para los regímenes militares que gobernaron durante décadas el suelo latino. Ante el terror de las acciones bélicas criminales como desaparición, asesinatos, torturas, etc., el miedo fue creciendo hasta replegar a los intelectuales. Orillados a aceptar que la solución eran las instituciones, se forjó una cultura democrática como respuesta al odio. En palabras de Rosa Luxemburgo en Contra la pena capital: “Exigíamos el derecho a la libertad, a la agitación y a la revolución para los cientos de hombres valientes y leales que gemían en las cárceles y fortalezas porque (…) habían luchado por el pueblo y por la paz.” En este devenir cultural la protesta se volvió propuesta y la propuesta, ley.  

Insertos en un mundo burocrático, los ideales revolucionarios se fueron perdiendo. La supremacía de las corbatas logro hundir entre papeles y formatos a toda una lucha generacional. Los sobrevivientes y todavía crédulos en la eficacia del aparato legal para transformar, poco a poco fueron integrados al mismo sistema. Con la propuesta de un estilo de vida sin excesos pero sin carencias, el éxito de los contrarrevolucionarios fue inminente. Justamente la generación que creció entre la liberación sexual, política y cultural de los 60’s, resultó la menos liberal. Valoraron el trabajo sobre las manifestaciones. Son la generación de la decepción. No es gratuita esta actitud, al contrario, debe entenderse como una respuesta de supervivencia ante el miedo de los gobiernos totalitarios. La rebelión natural de los hijos contra los padres derivó un una actitud no-provocadora, en todo caso, asumieron el respeto a la autoridad y encarnaron los valores patrios surgidos del discurso oficial. No fue el caso de todos, ciertamente, aunque la mayoría sí se dejó guiar por estos parámetros de obediencia. Ya no querían ser como sus padres, socialmente activos (incluso muchos en el seno de la lucha demócrata cristiana), o como los estudiantes mayores y revoltosos, querían paz y si el silencio era el precio a pagar, bienvenido.

Ya lo indica José Martí en Nuestra América: “Toda obra nuestra, de nuestra América robusta, tendrá, pues, inevitablemente el sello de la civilización conquistadora; pero la mejorará, adelantará y asombrará con la energía y creador empuje de un pueblo en esencia distinto, superior en nobles ambiciones, y si herido, no muerto. ¡Ya revive!”. Fuimos conquistados, primero por un pueblo extranjero, después por el afán independentista y, posteriormente, revolucionario. En épocas recientes fuimos dirigidos por sentimientos de lucha, nos vino luego una larga etapa de indiferencia y es justamente nuestra conquista hacia esta forma tan vil en que el sistema se apoderó de nuestras libertades. El despertar actual de los grupos universitarios responde directamente al hartazgo de vivir en un tiempo donde los mayores han asimilado la pasividad ante las incongruencias gubernamentales. Para nosotros no es suficiente suspirar, hay que gritar para denotar el error de las autoridades, de los empresarios. En palabras de Hans-Georg Gadamer, “Se trata en realidad de conocer la distancia del tiempo como una posibilidad positiva y productiva de la comprensión. Esa distancia se salva por la continuidad del origen y de la tradición a cuya luz se nos muestra todo aquello que no es transmitido.” Nuestra posibilidad de comprender el mundo, lejos de una tradición que ha privilegiado el silencio provee de una estructura social, no como utopía sino como proyecto real, viable. Los académicos hemos decidido tomar en nuestras manos la reflexión y la concreción del futuro para América Latina. Ya no somos una etapa de la pirámide social, nuestro espíritu combativo se sustenta en las letras, en los números, en los colores. No somos superiores, ni sentimos que por encontrarnos matriculados somos mejores personas. Solamente nos encontramos comprometidos con mejorar y hacer cumplir las promesas que tantos políticos han elaborado como castillos en el aire. No queremos pertenecer a la época de la ignominia, de la indiferencia, queremos construir y no aceptar las ruinas presentes. Somos universitarios por vocación, no como medio para llegar a un fin burocrático. Somos universitarios en lucha para recoser el raido manto de la América desgarrada, violada por intereses cuyos testigos prefieren voltear la mirada y no pensar en el daño permanente para nuestro suelo.