Contra lo que muchos piensan, derivado de los prejuicios que compartimos quienes nos formamos en la ideología del liberalismo democrático (que es una ideología como cualquier otra, no naturaleza), la democracia y el desarrollo económico ni se implican ni son indisociables. Abundan ejemplos de países que durante décadas gozaron de valores e instituciones democráticas funcionales sumidos en crisis económicas permanentes, como la India durante todo el siglo XX, o Argentina luego de su dictadura militar. Como casos más recientes, cualquiera de las democracias pobres de latinoamérica. También hay casos de lo contrario, estados autoritarios con economías centralmente planificadas que pasan por períodos de crecimiento sostenido, como Singapur, Indonesia, y el caso del mercado Chino que, con todo y sus altibajos y escándalos, sigue siendo contemplado con lujuria por los inversionistas extranjeros. Actualmente, es interesante que muchas de las economías con mayor índice de confianza global son, precisamente, estados del segundo tipo, con otros que podríamos añadir a la lista, como Rusia y Hungría (Véase https://www.edelman.com/trust-barometer). Luego de las recientes elecciones en Brasil, que llevaron al poder a un ultraderechista confeso, averso a los derechos de las minorías, se anunció que ese país había desplazado al nuestro como destino atractivo de inversión.

Coyunturalmente, es un hecho que México debe encender las alarmas, pues según datos recientemente difundidos por el INEGI, estos 6 meses hemos tenido la peor caída recesiva en la industria, de los últimos 4 sexenios, sólo comparable como la subsecuente a 1995 y el error de diciembre. Y mi recomendación se dirige sobre todo al gobierno mexicano, que insiste reivindicar su papel de rector de la economía, a la vez que insiste en presentar datos económicos y diagnósticos alternativos sin evidencia o de mera víscera. No se pueden las dos cosas. No necesariamente es mala la tendencia, también global, de reclamar el liderazgo gubernamental en decisiones macroeconómicas, sobre todo porque ningún otro grupo va a representar, ni siquiera de forma simulada, el interés general sobre el privado. Pero no puede negar todos los datos y evidencias, y esperar que sus estrategias económicas tengan credibilidad entre quienes tienen peso en un mundo que no es electoral y doméstico, sino financiero y global: inverisonistas, bancos, calificadoras y bolsas de valores.

Mi hipótesis es que el gobierno federal está atrapado en un juego de lenguaje que en la realidad material fue superado desde hace varias décadas, pero permanece vigente en la idiosincracia de los pueblos latinoamericanos y, por lo tanto, es la clave con la que mejor se le puede hablar a los votantes: la jerga del desarrollo y la dependencia. Ambos téminos dieron su nombre a las teorías más populares de desarrollo social en América Latina y Asia en la segunda mitad del siglo XX, y su terminología nos es extremadamente familiar, casi de sentido común: según la primera, la del desarrollo, un país es desarrollado o subdesarrollado, está "en vías de desarrollo" o "en una tendencia regresiva". Se asumía que lo político y económico iban juntos, o no iban, y se trataba de que los países "atrasados" se volvieran más parecidos, culturalmente, a los "avanzados". Es decir, hay una ruta correcta y una incorrecta, no diversidad cultural. No es raro que aún ahora, la tía Lola sepa perfectamente cuáles son esos páises que van tan adelante: Suiza, Noruega, Canadá, y los que tienen semejanzas étnicas o linguísticas con ellos. La segunda, la teoría de la dependencia, es la de las venas abiertas de América Latina, que nos coloca como víctimas de la explotación perenne de los países ricos, y usa una terminología que raya en lo colonialista. Porque según ellos, México ha sido una "colonia" de los Estados Unidos. Lo dicen con cara seria y todo. Aunque las dos teorías son simplistas, están superadas y son incompatibles entre sí, ambas se unieron en un confuso mosaico de prejuicios que aún conservamos, y utilizamos una u otra dependiendo lo que requiera la situación.

Eson nos lleva a que nuestras propuestas de desarrollo sean esquizofrénicas, en aras de buscar un eclecticismo que no puede existir, porque no todo lo que se mezcla se combina. Por eso al presidente de la República le cuesta tanto trabajo hablar con claridad de sus decisiones económicas; tiene que decir que los "otros" nos saquearon, se robaron el petróleo, y a la vez que los privados no invirtieron lo suficiente, que no le echaron ganas para aprovechar sus permisos de importación de gasolinas, etc. Tiene que decir que se acabó el neoliberalismo y, a la vez, hacer despidos masivos para adelgazar al Estado; asegurar que el de México es un pueblo honesto, y acabar de un plumazo con todos los programas gubernamentales del pasado porque estaban "todos corruptos", y crear un sistema de rendición de cuentas basado, precisamente, en la desconfianza, en creer que cualquier persona con un mínimo de autonomía, la usará para servirse con la cuchara grande, entonces mejor que no tenga ninguna; centralizar todas las compras. ¿De quién desconfiamos entonces? ¿Cómo están conformados los equipos económicos en esta difícil situación económica por la que pasa México? Ocuparé futuras participaciones para contestar esas preguntas. Baste decir ahora que si no actualizamos nuestras explicaciones del mundo, cualquier gobierno estará entre dos fuegos: la ineficacia o la incongruencia.