Es verdad, vivimos en un mundo de grandes problemas y dramas que nos indignan a todos; pero habría que preguntarnos cuando en la historia humana nuestra especie no ha estado sujeta a dilemas y dramas terribles: nunca.

A pesar de las injusticias que nos laceran, de la dominación de las grandes corporaciones, de la especulación bursátil, del agobio del trabajo diario y subordinado, de la carencia de una movilidad eficiente, del deterioro de nuestras relaciones humanas, de la grosera concentración de la riqueza, de la miseria lacerante del África subsahariana, del calentamiento global y de la guerra, sin duda alguna vivimos mejor hoy que en el pasado.

Y aunque los catastrofistas, de todas las marcas reconocibles, nos convoquen a la paranoia y la desesperanza, mostrándonos las graves consecuencias que la industrialización, el uso indiscriminado de energía fósil, el consumo salvaje de los recursos naturales de tierra y mar y otras tragedias ambientales más, la respuesta seguirá siendo siempre que vivimos mejor.

Perder la memoria; ignorar como era el pasado, comprender la desgracia que para la gran mayoría de la población humana del planeta implicaba vivir, es uno de los más graves desastres conceptuales de nuestra época. Vivimos en un espacio-tiempo en el que la singularidad de lo cotidiano, día a día nos conduce a un pesimismo conservador de fábula, al retorno del oscurantismo teológico.

El olvido es una desgracia. Hemos olvidado la antigua dominación, envueltos en el discurso de la adversidad y la infamia del mundo que nos rodea, para combatir la nueva dominación con relatos empequeñecidos y carentes de propuesta. Cuando el posmodernismo envuelto en su enorme arrogancia desterró los grandes relatos, sin construir nuevas totalidades, dio paso al discurso fácil del pesimismo y con ello al nacimiento de nuevas religiones sin dios, que en el uso de las nuevas tecnologías de la información documentan la guerra contra la ciencia y la tecnología actuales.    

Es paradójico que desde la defensa de los derechos humanos se aprecia un desprecio por las libertades actuales. Como se les considera un hecho acabado y garantizado en la naturaleza humana, nadie se atreve desde ellos a disputar el poder, so pena de ser llamado anticuado o político.

El nuevo conservadurismo, se muestra como las dos caras de una moneda: en una están los catastrofistas para los que el retorno a la tradición mística y espiritual es la única solución ante la agresión irrefrenable de la ciencia y la tecnología, y en la otra los apologistas de la tecnología para quienes el mundo comenzó con la invención de internet. Para ambos el discurso filosófico de la modernidad, la ilustración, es un estorbo, una falacia a la que se debe desterrar de la nueva era posmoderna donde sólo las pequeñas historias cuentan.

Desde una ética neutra o sin memoria, se ignora que son las relaciones de poder el punto del que emanan el conjunto de conocimientos prácticos, que permiten reconocer los focos rojos de la civilización y que sólo desde el hacer político es posible encontrar las soluciones a los dilemas actuales.

La ciudadanización de la política es el gran acierto de la modernidad y de la ilustración, y si bien la democracia no es en absoluto el poder del pueblo, también es cierto que sin la democracia sería imposible hablar de derechos humanos como el de la educación o el de la salud. En la conjunción ciencia-tecnología-democracia está el punto de partida para la solución a los nuevos problemas globales, pero para ello es necesaria la transformación, desde una nueva ilustración, de los hechos políticos. Se trata de reconstruir el edificio político desde una nueva noción de ciudadanía libre, responsable e inteligente.