No haría daño a la democracia que un tucán fuera a dar a la cárcel. Ya es hora de sentar jurisprudencia para que los partidos entiendan —todos, sin excepción— que ya no pueden seguir burlándose de la ley, ni utilizar a los ciudadanos para acrecentar su negocio político.
Ya es tiempo también de que sustituyan el perfil delincuencial y psicopático de muchos de sus operadores electorales por especialistas que logren diseñar esquemas eficaces de movilización y ejércitos de persuasión ciudadana.
Para decirlo de otra forma: lo que saben hacer los partidos en México es comprar, no convencer al votante. Ojo con esa diferencia porque estamos ante una enorme distorsión de la democracia. Síntoma de que tenemos organizaciones minusválidas, incapaces de conquistar legal y honestamente la voluntad del electorado.
Y ése es exactamente el trasfondo más relevante de la orden de aprehensión en contra del exvocero y secretario de procesos electorales del PVEM: repartió tarjetas de descuento para comprar la conciencia del elector.
Comprar conciencias debería ser tipificado como delito de lesa humanidad, similar a la esclavitud o a la trata, porque su finalidad última es privar a la persona del derecho que tiene a ejercer su libertad política.
El caso del tucán —logotipo del Partido Verde Ecologista de México— evidencia no sólo los abusos de un órgano, sino la decadencia de un modelo y de un sistema de partidos que poco ayuda a la legitimidad de los gobiernos, a la credibilidad de las instituciones, y pone en serio riesgo la democracia en su conjunto.
La Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade) lo único que hizo, al remitir a un juez el expediente de Escobar, fue confirmar lo que todo México vio y supo durante el proceso electoral de 2015: que uno de los partidos más pequeños contaba con una cantidad impresionante de dinero para hacer campaña a partir de una interpretación bastante delictiva de la ley.
¿Cuánto, de acuerdo con la inversión hecha, le costó al Partido Verde cada voto? Si —de acuerdo con ciertos estudios— el sufragio en México cuesta diez y ocho veces más que en cualquier otro país de América Latina, con la estrategia del tucán, el valor debe haberse elevado considerablemente.
Arturo Escobar, con seguridad, no va a ir a la cárcel. De ser el caso, se estaría escribiendo una nueva página en la historia del país que llenaría las cárceles con delincuentes electorales.
La burla a la ley se ha convertido en un principio, en una condición sine qua non, en una práctica común, repetitiva y normal en todos los partidos. La bochornosa frase “quien no tranza, no avanza” es la mística que impulsa, domina y explica la conducta de muchos de sus integrantes.
Andrés Manuel López Obrador, dirigente nacional de Morena, es un ejemplo de vitrina. Desde el ámbito de la interpretación de la ley, entre Arturo Escobar y AMLO no hay gran diferencia: los dos, cada quien a su estilo, están dedicados a detectar las lagunas legales para obtener ventaja sobre sus adversarios.
López Obrador lleva meses en las pantallas de televisión promocionándose como candidato a la Presidencia de la República para 2018, claro, subliminal, simulada, hipócritamente, con el pretexto de que tiene que dar a conocer su partido.
Él sabe y está plenamente consciente de que está violando, si no la ley misma, sí su espíritu. Y lo hace exactamente igual que el Partido Verde, con el mismo cinismo y retando a que le demuestren qué articulo le prohíbe ejercer lo que él llama su derecho a la libertad de expresión.
Los escobares y los amlos no se van a acabar con otra o con muchas reformas electorales. Lo que hace falta es que las rejas de las cárceles se abran para unos y para otros. Para los tucanes y los pájaros chingolos.
Y que los partidos luego no se quejen. Ellos y nadie más que ellos son los responsables de que el electorado prefiera cada vez más las candidaturas independientes.