Ricardo Anaya, alias Ricky Riquín Canallín, regresó del purgatorio en donde ha estado refugiado desde la contundente paliza que recibió el pasado 1 de julio, no para hacer una radiografía de su derrota, o para mostrar algo de madurez o humildad después del papelón que hizo hace unos meses, cuando tanto él como un puñado de chayoteros lo intentaban vender como “el mejor preparado” y el “candidato de vanguardia”, sino para señalar que la PGR había “afectado la equidad de la contienda en su perjuicio” y decir que esperaba que este tipo de “maniobras tramposas y arteras no se repitan”. 

¿Sueña Ricardo Anaya con “hacer un Richard Nixon” y volver a contender por la presidencia en unos años? Por el bien del país, espero que no. Pero, más allá de eso, no deja de sorprender la ceguera del político, o ex político, del Partido Acción Nacional.

No, Anaya, tu no perdiste precisamente por “falta de equidad” en la contienda electoral (Andrés Manuel, el actual presidente, se enfrentó a la susodicha falta de equidad durante tres procesos electorales y ganó, al menos, dos de ellos), sino porque eras un pésimo candidato. Se tenía que decir y se dijo.

Anaya perdió porque realmente nunca debió del PAN a la presidencia, porque su “plataforma” de gobierno no iba más allá de vaguedades sobre un México guanajuatizado o queretarizado, segregado, blanco, neoliberal, corrupto, pero eso sí “moderno” y con “energías renovables”. Un verdadero compendio de vaguedades que no son capaces de inspirar a nadie más que a fanáticos de ultraderecha y un puñado de wannabes de clases sociales bajas con ínfulas de ser descendientes de españoles. Anaya no inspiró a la gente a votar por él. Esa es la verdad.

Por favor, Ricardo, desaparece de una vez de la vida pública y política del país. Ese es el máximo, quizás el único, bien que puedes hacerle al país en los muchos años que te restan de vida (si es que antes no pisas la cárcel por alguna de tus corruptelas y moches).