La posmodernidad es un término equívoco, que a fuerza de abuso ha sido desprovisto de contenido, o rellenado de cualquier disparate. No me interesa aquí definirla, pero sí retomar una de las consecuencias de este movimiento de oposición intelectual del siglo XX: el relativismo, entendido no como una posición filosófica sino como un postulado moral (como dice Alan Bloom). El movimiento cultural por la tolerancia, por el respeto a la diferencia, tiene una importancia fundamental para los derechos humanos y es una de las conquistas culturales más valiosas del siglo pasado, que hoy sigue en su fase de expansión y consolidación. Sin embargo, en algún momento del camino se confundieron los conceptos, y en lugar de reconocerle valor a todas las manifestaciones culturales y tradiciones políticas, se optó por negar todo valor a cualquier cosa. Se pasó de un reconocimiento de la diferencia a una agresividad sectaria, donde la defensa de los intereses de grupo era lo único importante; de ahí que suene tan inocente el día de hoy apelar a la solidaridad humana; debe apelarse a la identidad racial, nacional, de género o cualquier otra que, más que hermanarme con unos, sirva para enemistarme con otros.

Esta dispersión totalizadora tuvo un efecto en el Estado, en sentido amplio, puesto que desdibujó el concepto de bienestar general, de por sí complicado y siempre provisional, casuístico. Siempre ha sido difícil acordar lo que es mejor para todos, y de ahí que se hayan inventado fórmulas políticas tan elaboradas, tanto de representación política como de rendición de cuentas. Mientras más compleja es una sociedad, más tienen que sofisticarse también sus herramientas decisorias. Pero a partir de la trivialización de lo objetivo, se empezó a dudar que algo como el bienestar general o la voluntad popular fuera posible, porque ambos conceptos implican que hay algo objetivo, de valor innegable, que hay que perseguir y al cual hay que atenernos. Mejor asumir que tan bueno da una cosa como la otra, y los intereses particulares se volvieron los únicos reales. Esto era útil para el discurso cultural y para el discurso económico del último cuarto de siglo, que permanece hoy; la desarticulación democrática y su pulverización en agendas facciosas le viene bien a ciertos grupos de interés, y a ciertos modelos de negocios.

Actualmente nos encontramos en un punto muy delicado en el que las economías se están reabriendo, las personas están reanudando sus actividades (en una nueva normalidad) y las agendas políticas específicas están regresando. Hasta hoy, el daño económico, pero también social y la pérdida de vidas humanas es devastador; debemos cuidar que no sea todavía más. Se ven en el horizonte cercano nuevas burbujas especulativas (farmacéuticas, tecnológicas, inmobiliarias), oportunismos de pretensiones autoritarias (en los dos lados del Atlántico) y otras amenazas residuales, tóxicas, de este desafío global. Ojalá que todos los gobiernos del mundo muestren una voluntad de coordinación y cooperación para controlar y anular estos nubarrones globales, tan vigorosa como ocurrió durante el confinamiento (lo que ya se consensó como The Great Lockdown). Como ciudadanos, ojalá esto sirva para poner en duda dogmas y paradigmas, y traer de vuelta ideas pasadas de moda, como bienestar general y solidaridad humana.