La reforma educativa puede ser aprobada en esta última semana de abril, tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado de la República. Las Legislaturas locales la aprobarían a la brevedad, como fue en el caso de la reforma de la Guardia Nacional, de tal forma que las Leyes secundarias puedan expedirse antes de que termine el ciclo escolar.

Parece sencillo, pero la reforma educativa condensa una profunda disputa por el poder que abarca, múltiples dimensiones que, de una forma u otra, impactan en el conjunto de la vida nacional.

En un primer plano, la reforma educativa es la arena de la lucha por definir el rostro filosófico e ideológico de la Nación. El debate se concentra en el tema de los derechos laborales de los maestros y en la CNTE, pero la propuesta de reforma al 3º Constitucional implica cambios profundos en la concepción de la educación. Recordemos que la reforma de 2013 colocó en el centro una visión de la educación basada en la calidad, la competencia feroz y el alineamiento con los dictados de los grandes grupos económicos nacionales e internacionales en lo que se refiere a sus objetivos, modalidades, financiamiento y relación con los maestros.

La iniciativa del Presidente Andrés Manuel López Obrador, que se retoma en lo esencial en el dictamen próximo a aprobarse en el Congreso, no solo elimina el concepto de calidad por sus connotaciones empresariales diametralmente opuestas al humanismo, sino que plantea de forma explícita que la educación se basará en el respeto irrestricto de la dignidad de las personas, con un enfoque de derechos humanos y de igualdad sustantiva, y que el Estado priorizará el interés superior de niñas, niños, adolescentes y jóvenes en el acceso, permanencia y participación en los servicios educativos.

Además, la nueva reforma establece que la educación será equitativa, para lo cual el Estado implementará medidas que favorezcan el ejercicio pleno del derecho a la educación de las personas y combatan las desigualdades socioeconómicas, regionales y de género; además, la Constitución tendrá el mandato de que, en las escuelas de educación básica de alta marginación, se impulsarán acciones que mejoren las condiciones de vida de los educandos, con énfasis en las de carácter alimentario.

Estas proclamas constitucionales, entrañan un cambio importante respecto a la concepción de la educación que construyó el neoliberalismo, porque define nuevas prioridades y criterios, donde, al menos en el papel, tendrá prioridad el derecho a la educación de todos los niños y jóvenes, se compromete la acción y los recursos del Estado para apoyar a las personas en pobreza e incluirlas equitativamente en el sistema educativo, en un marco de respeto a las diferencias, compromiso con la igualdad sustantiva y reconocimiento a los maestros como agentes de cambio social.

Sabemos que es sumamente complejo traducir estos postulados en Leyes, políticas públicas, programas, acciones y compromisos viables para asignar a la educación así concebida toda la atención, los recursos, la prioridad y el cuidado que se requieren. Sobre todo, porque esta reforma se da en medio de una intensa disputa por la Nación.

Porque el universo de la educación abarca, necesariamente, una dimensión política, en todos los sentidos de la palabra. La definición de un modelo educativo, es una definición política, porque implica una cierta orientación de las estructuras del Estado y las prioridades del gobierno que, si realmente se quieren cumplir los objetivos de esa concepción educativa, necesariamente se tienen que limitar y contener los intereses de la clase política, los grandes grupos de interés y los actores internacionales.

La reforma educativa, también tiene implicaciones políticas en el terreno de la regulación y participación de distintos factores que concurren en la educación. Gobiernos locales, sector privado que ofrece servicios educativos o quiere condicionar sus contenidos y fines, maestros, grupos ideológicos de izquierda y derecha que pretenden imprimir su sello a la educación, grupos académicos, organismos internacionales, todos ellos han establecido siempre canales de acción política para favorecer sus intereses en el sistema educativo nacional, sea de forma directa o a través de gobernantes, partidos políticos, legisladores, sindicatos.

Finalmente, está la cuestión de la gobernabilidad del propio sistema educativo. Es un cuerpo enorme, con más de un millón de trabajadores de la educación, cerca de un billón de pesos de recursos públicos y privados en juego, millones de alumnos, padres de familia y liderazgos locales; así como organizaciones sociales, campesinas, indígenas, magisteriales y hasta guerrilleras que tienen vasos comunicantes con el sistema educativo y hacen muy compleja su gobernabilidad.

La imagen de la CNTE bloqueando la Cámara de Diputados para que no se concrete la reforma educativa, atrapa la atención del imaginario social y subyuga la mirada política en torno a la educación y la necesidad de transformarla a fondo. Sin embargo, como ya se dijo, el entramado es mucho más complejo, de tal forma que, para emprender una verdadera revolución educativa, se requiere voluntad y poder para identificar los resortes del sistema educativo que se tienen que rediseñar, así como determinación e imaginación para enfrentarse a los múltiples poderes, micropoderes en muchos casos y regiones, que tienen capacidad de entorpecer cualquier intento de cambio.

Lo anterior, suele condensarse en la idea de “recuperar la rectoría del Estado en la educación”, aunque suele comerse el error de visualizar la rectoría como un fin en sí mismo, sobre todo en los últimos años en que los grupos más alineados a la derecha del espectro ideológico han identificado a los maestros y sus organizaciones sindicales como los “malos” que arrebataron la rectoría de la educación al Estado.

En este último sentido lanzó Enrique Pela Nieto su reforma educativa, entregando acríticamente las llaves del sistema educativo a organismos internacionales como la OCDE y el FMI que, literalmente, proveyeron de propuestas de reforma legal e institucional al gobierno peñista. No olvidemos que, en ese afán reduccionista, Peña Nieto atropelló derechos de maestros, al grado de implementar la agresión directa contra los actores sindicales que podían imprimir un rasgo menos tecnocrático a la reforma y, sobre todo, contribuir a la gobernabilidad del sistema educativo.

Lo anteriormente dicho, permite observar que, en la reforma educativa AMLO se juega mucho de su capital político y el futuro de su sexenio. El reto de la educación obliga a López Obrador a tomar el poder: ya ganó la Presidencia de la república en las urnas, ya se puso la banda presidencial, pero el poder no solo está en el ámbito institucional, sino que, con base en la investidura y el enorme respaldo popular, AMLO tiene que arrebatárselo a los grupos de interés y los actores más amenazantes, muchos de ellos fuera del ámbito educativo, con el objeto de realizar una verdadera revolución educativa que encamine a México por la ruta del desarrollo económico, la justicia social, la redistribución de la riqueza y el conocimiento.

Hasta ahora, AMLO no ha dado muestras claras de que llevará a feliz término la reforma educativa, aunque su compromiso expreso revela una convicción que, finalmente, es factor determinante para lograr este propósito estratégico. El famoso memorándum por el cual instruye a su gabinete a dejar sin efecto la reforma educativa de Peña Nieto, revela impaciencia y confusión sobre los instrumentos y posibilidades constitucionales, legales, institucionales y políticas que tiene a su alcance para transformar la educación y el país.

Sí, es indispensable anular las disposiciones punitivas que estigmatizan a los maestros y les conculcan sus derechos, y para ello, parece que AMLO está construyendo alianzas con los actores magisteriales que realmente pueden defender los derechos de los docentes y aportar a la estabilidad del sistema educativo; pero el Presidente debe asegurarse de que sus pasos en ese sentido no se basen en un instrumento tan débil como el memorándum, que puede distraer y debilitar el objetivo central de la reforma.

Por ello, es deseable que no solo AMLO, sino la clase política en su conjunto, construyan un acuerdo nacional para la transformación democrática y humanista de la educación. Que se erradique la tentación del memorándum y, por el bien de todos, que la transformación educativa se base en la más amplia participación social, informada y resolutiva, como la única vía para que sea efectiva y perdurable.