En México la política lleva años siendo verdaderamente un desagradable espectáculo. Junto con la credibilidad, la confianza en los políticos, la falta de respeto a las instituciones, el descrédito de los funcionarios públicos, los escándalos de corrupción que al salir a la luz pública, irritan, enojan e indignan a la ciudadanía, han sido hechos innegables, bochornosos, que nos han hecho ir de la hilaridad a la inconformidad.
Parafraseando a Jesús Reyes Heroles, ideólogo liberal mexicano sigloveintero, la política es forma y fondo. Ambas mitades son complementarias, necesarias, interactuantes y codependientes una de la otra. Ante el agotamiento del sistema político tradicional mexicano, la crisis de identidad de los partidos políticos nacionales, la fallida emanación de candidaturas independientes y una sociedad expectante de variedad, de distracción, de espectáculo, que se confunde fácil y pierde el foco de los objetivos estratégicos que le sirven a la patria para crecer, para progresar, para mejorar nuestra calidad de vida, se votó en 2018 por un cambio. Y vaya cambio que nos han dado.
Entre los protagonistas de la política mexicana, vivimos tiempos donde los actores principales, coincidían en vivir en el descrédito, enriquecidos económicamente, empobrecidos ideológicamente; la baraja no tenía cartas altas y mucho menos cartas nuevas. De entre las opciones posibles, avanzó sin mucha resistencia una opción que a pesar de llevar más de 3 décadas en la función pública, de ser literalmente un político, generacional de los que ya eran supernovas apagándose en el priismo, con un historial paralelo al de la generalidad de los denostados de siempre, supo encajar en el sub consciente colectivo y encuadrar un discurso de ruptura, de contención a la corrupción, de renovación total de la política en el país, cimentada en atacar y acabar con el PRI y sacudir al PAN, ambos partidos, recientes gobernantes, en una línea de tiempo donde la inseguridad y la precariedad de la economía familiar, caló fuerte en el ánimo de los mexicanos.
Andrés Manuel López Obrador logró ganar la elección, superándose a sí mismo y a los fantasmas que encarnaba por sus dos anteriores campañas presidenciales frustradas.
Entre su victoria en las urnas y su toma de posesión del cargo, fue capaz de sumar a su causa a incrédulos y oportunistas, de los que siempre han estado bien con el poder en turno. El culto a la silla le amplió la base y sumó numerosos apoyos que se reflejan en los estudios de opinión pública aún a la fecha.
Como Presidente de México, revivió el presidencialismo y el centralismo en la toma de las decisiones del país. No hay equipo y no hay personajes en el gabinete presidencial con los que comparta notoriedad, aplausos, reconocimiento ni popularidad.
Andrés Manuel se apropió de los símbolos de la nación. Se alió con los héroes mexicanos de su preferencia, se adjudicó sus valores y se arropó de metáforas que lo convierten en sucesor de su gloria y pretenden desaparecer su pasado.
Con el poder en sus manos, el día de hoy gobierna en base a las formas, con inmaculada retórica, con base en discursos. Su narrativa épica donde siempre sale vencedor de villanos y enemigos del pasado pri – panista, lo muestran como justiciero, como protector y patriarca. Gana tiempo mientras los resultados llegan. Llegarán antes de 6 meses, se ha comprometido en numerosas ocasiones, de los cuales ya consumió más de la mitad del plazo auto impuesto.
Mientras tanto, la maquinaria de sus correligionarios, el partido político MORENA, intenta generar una base electoral que contempla 23 millones de beneficiarios de la política social populista, base fundamental del régimen que se intenta implantar.
Estratégicamente, es cuestionable de manera principal dos hechos, que podrían convertirse en factor de conservación del poder lopezobradorista y extensión de su bonanza, pero también podrían significar la causa futura de su debacle y caída:
El primero, confiar en la gratitud de los mexicanos, quienes a pesar de ser beneficiados por los programas sociales del gobierno mexicano, nadie puede garantizar que reconozcan y apoyen con lealtad al benefactor.
Simplemente, los beneficiados por el gobierno de Enrique peña Nieto, no votaron por su candidato a sucederlo antes. Apostar a que la motivación y la esperanza se transformen en voto duro y lealtad a la marca morenista, es tan incierto como peligroso. El segundo, la sobre exposición pública del presidente, que aparece diario en sus conferencias mañaneras, donde ha marcado la agenda tanto a los medios de comunicación como a sus propios funcionarios de gobierno y ha demostrado ser hábil para formar cortinas de humo, distractores, desviar la atención, jalar la marca y defender las incapacidades y errores de su novel equipo de colaboradores en el gabinete.
No existe en mi mente registro de algún lugar o alguna época donde la gente quiera a sus gobernantes.
Ni en las civilizaciones antiguas como Grecia y Roma, ni en el sistema feudal o las ciudades estado de Europa, ni en las formas propias de gobierno de Asia ni América, según la historia. Mantener los niveles de popularidad tan altos como los que tiene ahora, no lo ha logrado nadie en el mundo contemporáneo, ni siquiera Vladimir Putin, en Rusia. Después del primer abucheo, sea fifí o espontáneo, la forma de estabilizar al régimen y consolidar el apoyo popular, no depende ni del primer o del segundo punto.
Dependen, exigen, requieren y son consecuencia única, de los resultados.
Las narrativas se agotan si no se sustentan con hechos; los discursos se vuelven repetitivos y cansan; la política depende de los resultados del gobierno. Las metas y objetivos son claras y convincentes. Por el bien de todos, espero que Andrés Manuel López Obrador gobierne ahora y haga política después. Si cumple lo que anunció, los resultados positivos en la política para él y su gente, serán naturales. De otra manera, no habrá cómo recuperar la esperanza, ni credibilidad que lo sostenga.
Pronto la forma no será suficiente y el fondo será una exigencia. Los buenos gobiernos dependen de sus resultados, no de la propaganda.