En un sugerente artículo del diario Financial Times, Brendan Greeley reflexiona sobre la suerte que ha corrido durante la pandemia el uso de dinero en efectivo, versus compras digitales y con tarjeta de crédito (en establecimientos). Es decir, se centra en la distinción de compras presenciales, más que en la distinción de la exigibilidad del pago. Sabemos que, muy seguramente, millones de personas han estado comprando sus bienes esenciales a crédito, sobre todo en Estados Unidos, donde todos tienen acceso al sistema bancario y hubo decenas de millones de empleos destruidos en 90 días. Los efectos los veremos en algunos meses, si hay un aumento significativo en la cartera vencida de los bancos, proveniente de sus cuenta habientes que sean personas físicas.

El tema de la reflexión es, reitero, cómo se están comportando los pagos físicos, si la gente paga con dinero de papel, o con su tarjeta o medios digitales varios. Descubrió que, en ese país, las personas están pagando menos con billetes y más con tarjeta. Aventura que hay desconfianza sanitaria en el intercambio de papel moneda, que nunca ha sido especialmente estéril, y las medidas profilácticas se instrumentan mejor en las terminales de tarjetas, y en otros medios de pago que no involucran contacto físico entre comprador y vendedor. Esto es cierto, pero también resalta el efecto psicológico que tiene el dinero en efectivo para las personas. Parece que tener dinero de papel en las manos provoca una sensación de seguridad, de protección al futuro, que no se compara a casi ningún otro bien.

Así que la Reserva Federal estadounidense se está enfrentando con esta paradoja. Se está pagando menos con efectivo, porque la gente está tratando de aferrarse a él. Además, durante el confinamiento, la criminalidad ha mutado para aprovechar los fraudes electrónicos. Los bancos han reportado mayor incidencia en ese tipo de delitos, para los que tampoco hay que salir de la casa, y las personas que los sufren corren rápidamente la voz. Cuando una persona pierde la confianza en le dinero electrónico, la pierden diez más.

En México, tenemos una situación compleja. En conversaciones con amigos, me cuentan que los últimos días muchos establecimientos ya no les aceptan pagos con tarjeta, para ahorrarse las comisiones bancarias, y se han alejado también de las aplicaciones de pago, porque son costos que hoy no pueden darse el lujo de conservar. Eso es preocupante, y algo debe hacerse, en solidaridad con los empresarios y comerciantes en general. Somos una de las 12 economías más grandes del mundo, pero el tamaño de la misma no corresponde con el nivel de transición hacia la economía digital. Como he dicho en otras ocasiones, este cambio no es una mera comodidad o moda tecnológica, sino que tiene consecuencias profundas en el sistema económico de un país. En primer lugar, el impulso a las compras digitales obliga a los consumidores a incorporarse al sistema bancario, que en México es desproporcionadamente pequeño. A su vez, esto posibilita la incorporación de la mayoría de las transacciones al aparato fiscal, que es el pre requisito para poder construir un estado de bienestar de largo aliento.

Si lo queremos ver en sentido contrario, la transición al dinero electrónico, en México, permitiría paliar el enorme hueco de los ingresos fiscales, que son la razón última de la insuficiencia en cantidad y calidad de los servicios públicos que deberían ser de cobertura universal. El uso de dinero en efectivo es, además, uno de los métodos con los que más fácilmente se sostiene el comercio informal (a veces a gran escala, en operaciones de millones de pesos, en centrales de abasto) y es un incentivo perverso para algunos tipos de robo con violencia. La cuidadosa planeación e inversión en un sistema articulado que permitiera construir confianza en el sistema bancario y los pagos automatizados, conllevaría beneficios para todos, y con ello, para el país entero. Lo malo es que la confianza, el día de hoy, es el bien más escaso. Es un tema que debe estar en la agenda pública.