La desgracia del PRI en elecciones locales recientes la explican, más que ningún otro factor, desastrosas administraciones públicas locales.

Con dos dirigentes nacionales distintos —uno, político de altos vuelos, Manlio Fabio Beltrones; el otro, bastante menor, César Camacho—, el PRI corrió la misma suerte: perdió los estados más importantes en 2015 y 2016.

No perdieron Beltrones y Camacho ni tampoco los candidatos que nominaron: perdieron los gobernadores.

En Veracruz, el priista Héctor Yunes Landa realizó muy buena campaña, pero nomás no pudo con la terrible imagen de Javier Duarte, gobernador que llegó al poder postulado por el PRI.

Con un gobernador menos desprestigiado, Yunes Landa probablemente habría derrotado a su primo hermano del PAN, Miguel Ángel Yunes Linares.

En las contiendas políticas, cuando los electores se convencen de que la victoria o la derrota de un candidato o partido es inevitable, el pronóstico simple y sencillamente se cumple.

Estamos en el terreno de la profecía que se autocumple, es decir, la predicción que en sí misma es la causa de que se convierta en realidad.

Como la gente decía que en Veracruz era inevitable la derrota del PRI, el PRI no ganó, por más que intentó cambiar la situación un candidato competente y honesto, Héctor Yunes, que no solo nada tenía que ver con el corrupto Javier Duarte, sino que se cansó de cuestionar al hoy encarcelado político veracruzano.

En ese estado —pero no solo en ese estado— la profecía de la inevitabilidad de la derrota del PRI  tenía sentido por el pésimo desempeño de Duarte.

En Nuevo León, la misma cosa: el PRI iba a perder de todas, todas, —y Jaime El Bronco Rodríguez a ganar en forma aplastante— por la explicable fama de corrupto del exgobernador Rodrigo Medina.

En Quintana Roo era imposible que el PRI ganara porque se dividió y su mejor militante, Carlos Joaquín González, se fue al PAN, pero también —y sobre todo—, por las conocidas corruptelas del exgobernador Roberto Borge.

Este año es creíble la profecía de la inevitable derrota del PRI en las elecciones de Nayarit debido a que el actual gobernador, Roberto Sandoval, por elemental lógica tendrá que correr una suerte parecida a la del fiscal Édgar Veytia, recientemente aprehendido acusado de narcotráfico en San Diego, California.

No es el caso del PRI del Estado de México. Enfrenta su candidato la durísima competencia de una extraordinaria candidata, Delfina Gómez, de Morena, pero ni ella ni su líder político, Andrés Manuel López Obrador, se atreven a cantar victoria. Ni sus seguidores lo hacen.

De hecho, nadie en el Edomex se atreve a realizar un pronóstico, lo que significa que para muchos, seguramente para la mayoría de los mexiquenses, sigue siendo probable la victoria del priista Alfredo del Mazo.

Entre los activos del candidato del PRI, uno muy importante es el prestigio del gobernador actual, Eruviel Ávila, que no tiene fama de corrupto, que razonablemente ha cumplido —con aciertos y errores, como todos, pero ha hecho la tarea— y que puede presumir de ser uno de los muy pocos gobernantes priistas que ha llegado al final de su administración con más positivos que negativos en sus evaluaciones.

Es la razón de que en el Estado de México —a diferencia de lo que ocurrió en Veracruz, Quintana Roo y Nuevo León— nadie hable de la inevitabilidad de la derrota del PRI e, inclusive, sobran personas que, todo lo contrario, a pesar del avance de Morena, lo que ven inevitable es un nuevo triunfo del priismo.

No sé si los estrategas de Enrique Ochoa Reza, dirigente nacional del PRI, han decidido poner en el centro de la campaña no a Eruviel Ávila, sino a las evidentes diferencias de este político respecto de Duarte y otros exgobernadores.

Si Ochoa y sus colaboradores no lo han hecho, tendrán que hacerlo. Es decir, si quieren mantener vivas las posibilidades de triunfo en una contienda muy competida deben subrayar ese hecho: hay de gobernadores a gobernadores.