Solo ante el imperio. Solo, con el apoyo de unos islotes para evitar la condena en Cancún. Nicolás Maduro es un hombre irritado -así no se puede gobernar- , pero lo peor que tiene es que aún no se ha enterado de que no le queda revolución que defender. Nunca la tuvo. Defiende el fracaso, el suyo y el heredado, se aferra a él con uñas y dientes, incluso ahora que se ve atrapado en la absurda paradoja de echarse en brazos de la gran usura bancaria, es decir del imperio, hipotecando a su país para sostener su régimen. Vergonzoso. Mientras, Venezuela se consume en desesperación, pobreza y delincuencia criminal. Tuvo mala suerte Maduro, le tocó bailar con la más fea. Su antecesor, Hugo Chávez, campeón del populismo histriónico, tuvo la suerte de morir a tiempo antes del derrumbe total, manteniendo así su aura de santidad. Ninguno de los dos tenía revolución alguna que defender. Lo que tenían para ofrecer era la proyección de su propia mediocridad sobre el país, un relato simplificado de una realidad compleja, apelando a la ignorancia y a los resentimientos de clase. Pudieron hacer una revolución, pero no la hicieron. A pesar de toda la retórica antiimperialista y patriotera, mantuvieron el dogma populista de sus predecesores, histórico ya en Venezuela, de la omnipresencia del petroestado. Una economía extractiva, que no es sino la consecución del modelo colonial y tercermundista del exportador de materias primas. Prefirieron adular a las masas con dádivas fingiendo una bonanza inexistente, que promover una economía productiva que generase recursos propios. Gasto social sin fundamento en la productividad es una peligrosa ficción, y solo una forma irresponsable de gobierno puede poner al país en dependencia de la renta petrolera, según precios fijados en otros lugares obedeciendo a otros intereses. Algo, por cierto, que también sucedió aquí en México, no olvidemos; la cruda persiste. Se puede errar, pero lo imperdonable es cometer los errores equivocados y abundar en ellos hasta la autodestrucción. El peor enemigo del “pueblo” no es el imperio sino la charlatanería.

La tragedia de Venezuela, puesta de relieve en la reunión de la OEA en Cancún, reaviva el debate en torno a los riesgos que entraña el llamado populismo y su deriva autoritaria. Un fenómeno de profundo arraigo en América Latina, pero que también observamos en los Estados Unidos de Trump- éste sería el subgénero de populismo soez- y en algunos países europeos, con tendencia creciente.

En México este concepto viene siendo utilizado por los rivales de Andrés Manuel López Obrador para descalificarlo con Maduro como señuelo.  El reproche sirve sobre todo como instrumento de autolegitimación de quien lo hace, para presentarse así como depositario del sentido común y de las buenas prácticas. Un ciudadano avisado debería observar con precaución todas estas cosas.

El malestar mexicano tiene sus causas y su relato. Hasta la fecha y según parece, quien mejor ha sabido articular estos factores ante la ciudadanía es Andrés Manuel. Su problema es que Morena se presenta como una estructura deficitaria basada en el modelo carismático. La figura del líder es inherente al partido, su persona es el principio articulador y única voz. Esto conlleva el riesgo de reincidir en el viejo caudillismo americano, y de reavivar formas plebiscitarias en detrimento de las instituciones. La fortaleza de las instituciones es la garantía del individuo ante el conjunto de la sociedad y la mejor prevención contra el autoritarismo.

El sobrepeso de la persona es un riesgo para el buen funcionamiento de la política y puede actuar como obstructor de posibles acuerdos entre fuerzas políticas con un alto nivel de convergencia. Lo estamos viendo. En el fondo, una cuestión de narcisismo: por mucho que digan, en el fondo del debate no están las ideas, sino las personas. Un político carismático, investido de gran poder, si es prudente, debe prestar oído y dar voz al espectro más amplio posible de la sociedad y colegiar la toma de decisiones. Esa capacidad de conjunción sería la prueba efectiva del carisma. La tarea de la política no puede ser fomentar antagonismos, sino buscar convergencias. Para ello tiene que reconocer que no existe un interés general abstracto, definido en virtud de una lógica emocional, o de una ideología, o establecido sobre un escritorio, como tampoco existe un “pueblo” como tal, ni el “enemigo del pueblo”. Estos conceptos son el contraluz del caudillo, en ellos se oculta la simiente que fomenta el populismo y que provoca la deriva autoritaria.  La sociedad es un espacio de conflicto, un compendio dinámico de individuos con intereses dispares que deben ser articulados y equilibrados para garantizar el mayor grado de satisfacción general: algo que solo una política incluyente puede conseguir para mejora de la vida, y punto en que deben converger el carisma político y el rechazo al populismo.

Es de suponer que tanto Andrés Manuel como los demás contendientes por la presidencia del país, tienen memoria y un amplio panorama de observación. La complejidad de la situación económica, el bajo precio de los hidrocarburos y la fragilidad del ajuste de México en el continente actúan como antídotos contra el riesgo de volver a modelos fracasados, basados en la simplificación de la realidad y en el manejo artero de los recursos del país en beneficio propio. Por otra parte, los grandes problemas de esta sociedad, que son la pobreza y la violencia, necesitan de un frente cerrado para afrontarlos. Hoy por hoy no resulta fácil ser populista en México. Lo mexicanos no están dispuestos a aceptar una reedición de lo ya visto y malvivido. De momento el juego está en las palabras.