Por más que intento huir de los dislates que se cometen a diario por el presidente del vecino del país del norte, por más que trato de refugiarme en la lectura o en el disfrute de la música clásica, tal parece que este pintoresco personaje hace un supremo esfuerzo por ser el hazmerreír del mundo. En los últimos días decidió vetar a varios medios de comunicación por considerarlos “falsos” y los acusa de estar derrumbando su mandato, como si necesitara ayuda para ello.

Si bien es cierto, que este personaje sacado de las tiras cómicas, nos tiene perplejos ante su infinita capacidad para nuevas ocurrencias, hay varios personajes en nuestro país que parece le están haciendo competencia, como el gobernador de Nuevo León, quien aconsejó no leer los periódicos porque solo dan malas noticias y no le ayudan a gobernar.

Deberían entender ambos personajes que en el ejercicio del servicio público siempre se está en un aparador, y que todos los hechos que se realizan DEBEN estar frente al escrutinio de la sociedad, para que estemos seguros del buen desempeño del gobierno.

El derecho a la información es uno de los pilares del Estado de derecho; no puede haber vigencia del Estado de derecho sin derecho a la información, ya que éste a su vez garantiza la libertad de pensamiento. En consecuencia, sin derecho a la información tampoco podría ejercerse el control ciudadano de la gestión pública.

El concepto de libertad de expresión, que no es más ni menos que la exteriorización de otro derecho fundamental, la libertad de pensamiento, ya había estado establecido en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y 150 años después fue ampliado por la Declaración de las Naciones Unidas con el concepto de libertad de información.

La información es un elemento imprescindible en el desarrollo del ser humano, ya que aporta elementos para que éste pueda orientar su acción en la sociedad. El acceso a la información es una instancia necesaria para la  participación ciudadana y la protección de los derechos civiles, dado que sin información adecuada, oportuna y veraz, la sociedad difícilmente se encuentra en condiciones óptimas para participar en la toma de decisiones públicas.

A efecto de lo anterior ha surgido la necesidad de utilizarla de manera racional y productiva en beneficio del individuo y de la comunidad. Así, el Estado asume la obligación de cuidar que la información que llega a la sociedad en general, refleje la realidad y tenga un contenido que permita y coadyuve al acceso a la información veraz y oportuna, para que todo ciudadano que así lo requiera, pueda recibir en forma fácil y rápida conocimientos en la materia, ciencia o asunto que sea de su interés.

Con ello se trata de propiciar una participación informada para la solución de los grandes problemas nacionales y particulares, para evitar que se deforme el contenido de los hechos que pueden incidir en la formación de opinión.

En tanto que el derecho a la libertad de expresión es defendido como un medio para la libre difusión de las ideas, y así fue concebido durante la Ilustración. Para filósofos como Montesquieu, Voltaire y Rousseau la posibilidad de la discordia fomenta el avance de las artes y las ciencias y la auténtica participación política. Fue uno de los pilares de la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa, hechos que revolvieron las cortes de los demás estados occidentales.

Otro argumento clásico, asociado a John Stuart Mill, es que es esencial para el descubrimiento de la verdad. Oliver Wendell Holmes Jr. y Louis Brandeis, famosos juristas estadounidenses, acuñaron el argumento del mercado de ideas. Según esta analogía con la libertad de comercio, la verdad de una idea se revela en su capacidad para competir en el mercado. Es decir, estando en igualdad de condiciones con las demás ideas (libertad de expresión), los individuos apreciarán qué ideas son verdaderas, falsas, o relativas.

Respecto al interés público de la información, quedan incluidos todos los temas que son necesarios para el desarrollo de una sociedad civilizada y que de alguna forma y con un criterio objetivo contribuyen a que se haga efectivo el pluralismo político e ideológico, mientras que se descartan todos los temas que no se ajustan a ese criterio objetivo, como por ejemplo, la simple curiosidad malsana o morbosa en el conocimiento de determinados hechos.