Dos escándalos de corrupción han sacudido el mundo de los negocios internacionales los últimos días: 

El primero, que el expresidente del consejo de administración de Volkswagen AG, Martin Winkertorn, ha sido acusado de fraude y otros delitos conexos por la fiscalía de la ciudad de Braunschwig, en Alemania. Los cargos están relacionados con el extenso juicio mediático y legal originado por la tecnología a gran escala que utilizó la compañía automotriz para eludir la legislación ambiental de emisiones en sus automóviles. Es especialmente indignante que se haya hecho un esfuerzo millonario, de investigación y desarrollo, para crear tecnología que permitiera simular un desempeño ecológico de los motores en lugar de utilizarla para reducir su impacto ambiental de verdad. Se espera que este año vayan a juicio, además del ejecutivo mencionado, docenas de ingenieros de la compañía; los costos económicos que ha tenido este problema para Volkswagen AG, que ya superan los treinta mil millones de dólares, están lejos de terminar. 

El segundo concierne a Barclays PLC, la empresa de servicios financieros y holding inglesa que opera a nivel mundial con 55 billones de euros de capital y 140 mil empleados. Específicamente, a las acusaciones contra cuatro de sus exdirectivos (John Varley, exdirector general, Tom Kalaris, extesorero, Roger Jenkins, exdirector para Medio Oriente y Richard Boath, exdirector para Europa, por haber sobornado a las autoridades de Catar en la crisis de 2008 con una suma cercana a los 322 millones de euros, para hacer movimientos ilegales en regreso de fondos de inversión. En esa época urgía liquidez, aparentemente. A diferencia de lo que pasa en el caso de Volkswagen, aquí la indignación se extiende a la parte procesal. El despacho gubernamental especializado de Reino Unido para estos asuntos, Serious Fraud Office, no ha sido eficaz para armar el caso y el año pasado retiró los cargos contra el banco de Barclays PLC, Barclays Bank PLC, como persona moral. La oficina de ética financiera, Financial Conduct Authority, tuvo que dar un paso adelante para que el asunto no muera por ineptitud o mero cansancio. Las críticas de la opinión pública europea contra la Serious Fraud Office apuntan a escalar el tema del combate a la corrupción en los negocios.

Los dos casos son interesantes porque revelan, entre otras cosas, los enormes prejuicios de los mexicanos hacia el problema de la corrupción, y la extraña convicción, presente en todos los productos culturales mexicanos, de que hay un elemento idiosincrático, muy mexicano, que alienta la resolución de problemas fuera del marco de la legalidad, es decir, que el mexicano tiene una natural tendencia para ser corrupto.

Los ejemplos de Volkswagen VG y Barclays PLC hablan de empresas emblemáticas de países que siempre están entre los mejor calificados por los índices anticorrupción. Ambos tienen una historia civilizatoria sanguinaria y muy baja tolerancia a los rasgos de ilegalidad que presentan los países que no pertenecen a Europa occidental. Son, por decirlo así, los alumnos modelo en materia de integridad.

Los fraudes revelados no restan mérito a los países mencionados, pero dejan ver que el simplismo con el que los países ricos juzgan a los pobres, por ejemplo, mientras negocian un tratado comercial, es injustificable. Sus propias empresas están ávidas de sobornar a cualquier autoridad fuera de sus fronteras que lo permita, si eso les repesenta un buen negocio. O al menos eso parece. Lo más importante es que si la corrupción no es un rasgo cultural, es un artificio legal y, por ende, sí es un problema de eficacia institucional y legislativa. Si las defensas al Estado de Derecho se relajan, no hay país ni bandera que pueda librarse de la corrupción; en la otra cara de la moneda, no es con llamados a la honestidad, sino con leyes e instituciones eficaces, como los países rescatarán su imagen y prácticas de negocios de la corrupción.