Platico con un ex funcionario público que injustamente fue encarcelado. Me dice que basta un mes, una semana, un día en prisión, para que se acabe la vida de cualquiera. Culpable o inocente. El futuro se cancela. La depresión embarga el alma. Los amigos dan la espalda. La familia se desintegra. Harán falta muchos años, décadas enteras, para restaurar la tranquilidad personal y volver a estar en paz consigo mismo.

Rosario Robles no volverá a ser la misma nunca más. Ya no lo era desde que se destapó la Estafa Maestra en 2017 y se ventiló el presunto robo de 5 mil millones de pesos, canalizados irregularmente a universidades y empresas fantasmas. Y no era la misma desde que fue acusada por defraudar más de 50 millones de pesos, en licitaciones amañadas para la empresa Publicorp, cuando fue jefa de gobierno de la capital del país. De eso ya nadie se acuerda. Pero dicen sus íntimos que en aquel entonces a Rosario se le subieron las ínfulas de grandeza, perdió piso, se compró faldas bien puestas y de marca. Se volvió altiva y un tanto paranoica.

Sin embargo, pisar la cárcel es una sensación muy diferente a todo. Es como un golpe brutal en el epigastrio. Te tumba. Te noquea. Y tirado en el suelo, no vueles a levantarte nunca, ni con terapias, ni con psiquiatras, ni con ansiolíticos. Si Rosario desvió ese dinero como titular de SEDESOL y SEDATU (yo no lo sé, lo dirá el juez que lleva el caso) será como una pesada losa encima suya, un botín que pone grilletes al culpable. Porque tanto dinero no puede esconderse ni en Panamá, ni en las Islas Caimán, ni en Andorra, ni debajo del colchón. La prisión es escuela de humildad. La cárcel es la mejor escuela de arrepentimiento. Las rejas no matan, como dice José Alfredo, pero es lo más cercano a la muerte. Aunque se esté en la sombra un solo día. Y Rosario lleva ya tres días al hilo.