Releí el número 6 de la revista Derecho y Cultura, que creamos un grupo de académicos desde el año 1999 y se extendió hasta alcanzar 16 ediciones a lo largo de casi una década (todos los números pueden consultarse en la biblioteca virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM).

Dedicado a estudiar la relación entre pobreza, democracia y desarrollo, la principal conclusión de expertos mexicanos y estadounidenses hace 17 años en ese número fue que para sostenerse la democracia liberal requiere un mínimo de derechos sociales satisfechos por la economía nacional y su vínculo con la economía mundial.

De no alcanzar un mínimo de nivelación social, las democracias liberales y aun las populistas que suelen reemplazarlas derivan en la “política del fracaso”, es decir el autoritarismo civil o la dictadura militar, sobre todo en países periféricos y semiperiféricos (México) que operan fuera aunque cercanos del centro desarrollado (Estados Unidos).

Si en el periodo durante el cual gobiernos liberales en países no centrales son incapaces de integrarse con el centro desarrollado o al menos de extraer suficientes recursos de la economía mundial y redistribuirlos con sentido social dentro de sus fronteras, entonces las instituciones democráticas pierden adherentes, no forman raíces populares y a la postre, en el extremo, resultan ahogadas por contra-olas antidemocráticas.

Si hace casi 20 años se advertía esa clase de correlaciones positivas y negativas, ahora contamos con más evidencia para elaborar nuevas reflexiones.

Así, por ejemplo, en el periodo neoliberal en México el avance en democracia electoral ha sido innegable, solo que la dimensión social de ese modelo democrático reeditó sus clásicas y contradictorias insuficiencias que prometió no reeditar.

Estas deficiencias habían sido comprobadas con la Gran Depresión iniciada en 1929 que favoreció un largo ciclo socialdemócrata, populista y luego autoritario en América Latina, el cual desplazó a una mayoría de gobiernos civiles y democrático-liberales en esta y otras regiones del planeta.

En México, la imposibilidad de los gobiernos neoliberales para consumar la integración norteamericana dibujada en 1994 con el TLCAN y negada por Trump desde 2016, la incapacidad de  extraer de la economía mundial y redistribuir oportunidades y recursos en todo el país, y sobre todo el no poder nivelar el piso social mínimo ante una demografía explosiva, produjo el malestar de una mayoría y el giro hacia una opción partidaria alternativa a la coalición hegemónica.

Si a ello se suma la usual pérdida de estado de Derecho e integridad política y social asociada a la desigualdad y la pobreza intergeneracional, entonces se comprenderá mejor lo que está pasando en nuestro país y sobre todo en las regiones y localidades menos aventajadas y más vulnerables.

De allí que deba entenderse que MORENA, sus aliados y el Presidente López Obrador no representan en términos de análisis histórico-comparado la “política del fracaso” sino una opción que el electorado percibió en 2018 como una alternativa esperanzadora para no incurrir en aquella.

No obstante, si la estrategia en curso no logra estabilizar las contradicciones sociales heredadas y activas, y si de la economía mundial en proceso de cambio estructural no se derivan dividendos suficientes, entonces el riesgo de una involución autoritaria podría hacerse realidad.

De allí lo relevante de la agenda de políticas públicas y reformas legislativas en la lógica de la 4T: del TMEC y la agenda norteamericana-centroamericana y europeo-asiática y del Pacífico más amplia a la reforma laboral y educativa, de los programas sociales a las medidas de austeridad y anticorrupción, de la Guardia Nacional a una estrategia integral de seguridad e inclusión, de la reforma hacendaria y federalista a la electoral, etcétera.

El punto es que si todo ese paquete no provoca los efectos esperados, y no lo hará sin corresponsabilidad política y social, entonces sí, según lo advirtieron sabios como Peter Taylor y Colin Flint hace dos décadas en la revista Derecho y Cultura, daríamos vuelta a la esquina de la democracia para adentrarnos en el laberinto de la política del fracaso.