El Congreso de la Unión está en vías de tipificar el delito de expedición y enajenación de facturas falsas, así como la defraudación fiscal, como actos de delincuencia organizada. No es fácil determinar si este tipo de medidas son apropiadas o excesivas, si serán eficaces o contraproducentes para lograr los objetivos que se proponen. Y por ahí habría que empezar. Los legisladores que están impulsando el tema, aseguran que la delincuencia organizada tiene tantos soldados de cuello blanco como sicarios, y que si no se ataca su estructura financiera, poco podrán hacer los esfuerzos policiales para eliminarla de raíz. Tienen razón. En segundo lugar, que los funcionarios públicos y los grandes contribuyentes son quienes demandan facturas falsas para "robar dinero del erario". No dicen cómo, especialmente los funcionarios, porque su salario está plenamente controlado y sus impuestos son deducidos puntualmente, por lo que constituyen un nicho cautivo para la autoridad hacendaria. Aún así, no puede justificarse que los funcionarios y grandes contribuyentes falsifiquen documentos o simulen actos para evadir su obligación de contribuir al gasto público, que todos usamos, desde para transitar por la calle hasta para el sueldo de los policías y los jueces, para ilustrar ejemplos obvios. Pero rematan con que, especialmente la defraudación fiscal, compromete las finanzas públicas y por ello es un instrumento clave de la delincuencia organizada, por lo que debe ser tratada como tal. Esto último ya es disparatado,y no se justifica por ninguno de los argumentos anteriores.

Esa lógica sofística atiende al simplismo penal con el que ven las cosas los moralistas de la política y de todo lo demás. Para ellos solo hay dos tipos de personas: quienes cumplen la ley y quienes la violan, y los segundos son todos iguales, así que hay que tratarlos igual, además de que seguro tarde o temprano harán asociaciones y sinergias, porque todos son malos y sus intereses, por ende, deben ser comunes. Por si fuera poco, estos entusiastas del maniqueísmo penal suelen creer que la herramienta más eficaz para prevenir un delito es el endurecimiento de las penas, y por pena entienden únicamente prisión. Este tipo de visión, que sería infantil si no fuera por sus consencuencias inhumanas, es la que saca jovencitos que roban naranjas convertidos en secuestradores y narcomenudistas. Revela una falta de conocimiento total sobre la disfunción que padecen el sistema judicial y el sistema penitenciario. Una vez adentro, el ambiente se decanta, por jerarquía y supervivencia, hacia los reos de mayor peligrosidad, que introducen a los otros a sus redes de criminalidad. En suma, es menester acabar con los contadores marrulleros, pero la mejor táctica no es convertirlos en blanqueadores de dinero y enlaces de comunicación de bandas de secuestradores, que es lo que sucederá cuando se les ponga junto con los otros miembros de la "delincuencia organizada". Y el empresario cuyo único error fue contratar a un contador incompetente, que se cuide, porque en lo que se aclaran las cosas le espera también prisión preventiva, que en este país puede durar años.

Quienes dicen que los ciudadanos de bien no tienen nada que temer de las leyes antigarantistas, como la de extinción de dominio, y ésta que pretende equiparar las facturas falsas a los cárteles y macro redes de trata de personas, tienen un error de fondo: el cuidado con el que debe legislarse en materia penal es, precisamente, debido a la corrupción e ineptitud imperante en toda la cadena de operación jurídica; ministerios públicos, jueces, defensores públicos, tribunales de apelación, todos pueden poner su grano de arena para que un inocente termine en la cárcel y pierda su patrimonio. En un país donde el número de encarcelados sin sentencia es escandaloso, perseguir indiscriminadamente a cualquiera que comete una falta hacendaria como si fuera una amenaza a la seguridad nacional, no da tranquilidad a nadie. Los legisladores deben estudiar antes de abrir las puertas de las cárceles de par en par, porque a leyes defectuosas le sigue una puerta revolvente donde ni los ingresos ni los egresos de las prisiones son en beneficio de la sociedad.