¿Qué necesita suceder para que los partidos y la sociedad entiendan que no es lo mismo saber dar patadas a una pelota en una cancha de futbol que gobernar?
El asesinato de la alcaldesa de Temixco, Gisela Mota, levantó el telón en Morelos y puso una lupa no sólo a la grave crisis de inseguridad pública en la entidad, sino a la falta de controles que existen en la democracia mexicana para llevar al poder a quienes pueden ser todo, menos gobernantes.
A la alcaldía de Cuernavaca, capital de uno de los estados dominados por el poder del crimen organizado, tenía que haber llegado un político o simple ciudadano —no importa de qué partido u organización civil— con antecedentes éticos, morales y profesionales muy distintos y muy superiores a quien se hizo famoso por jugar futbol a mentadas de madre.
Quienes votaron por él van a comenzar a pagar, junto con todos los morelenses —y el país mismo—, las consecuencias de tener como presidente municipal de la capital a quien ya comenzó a ser cooptado por el poder económico y los intereses políticos del narcotráfico.
El gobernador de Morelos, Graco Ramírez, acusó públicamente a Cuauhtémoc Blanco de oponerse al mando único policial en Cuernavaca porque: “Detrás de Cuauhtémoc Blanco y de quienes no quieren el mando único en Cuernavaca está Federico Figueroa, hermano de Joan Sebastian, vinculado a Guerreros Unidos”, el cártel que participó junto con Los Rojos en el asesinato y desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
La denuncia del gobernador es sumamente grave. Y lo es no sólo por lo que puede implicar para la seguridad del estado, sino para la seguridad nacional.
Lo que está diciendo Graco Ramírez es que los mismos que orquestaron la “noche de Iguala”, que cazaron, asesinaron, desmembraron e incineraron a los estudiantes de la Normal Isidro Burgos y cuya desaparición provocó un crack en el gobierno de Enrique Peña Nieto, son quienes hoy pretenden utilizar la presidencia municipal de Cuernavaca para expandir y consolidar el poder de sus grupos delincuenciales.
Hay demasiados indicios, notas, versiones, rumores, de que los hombres de Cuauhtémoc Blanco tienen algún tipo de relación con Guerreros Unidos como para ignorar el caso.
El 10 de septiembre de 2015, los medios de comunicación locales dieron cuenta de dos narcomantas dirigidas a Federico Figueroa, donde se le señalaba como el jefe de Guerreros Unidos en Morelos y de haber ordenado el ataque a los normalistas de Ayotzinapa.
El infantilismo de los medios —divertidos y entretenidos con los “chingadazos” que se dan Graco y Cuauhtémoc Blanco— no ha dejado ver lo fundamental: que la Procuraduría General de la República puede tener a menos de 90 kilómetros de la Ciudad de México a los autores intelectuales de uno de los crímenes más horrendos que se hayan cometido contra la humanidad y que hoy se disfrazan de funcionarios públicos y se esconden detrás de un alcalde para asegurar impunidad.
Graco ya denunció e hizo una denuncia muy grave. Ahora, ¿qué sigue? Dar inicio a un “romance” político entre los dos niveles de gobierno para diseñar un esquema de coordinación entre el mando único y la policía municipal, como ahora lo propone el arrepentido Cuauhtémoc Blanco, no es suficiente.
Y no lo es porque ahora el balón ya no está en la cancha de Cuauhtémoc Blanco sino en la del gobierno federal, que, para empezar, debería promover en Cuernavaca la desaparición de poderes.
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