Letra muerta
La librería “A través del Espejo” (Álvaro Obregón 118, casi esquina con Orizaba, colonia Roma CdMx) anunció que cerraría definitivamente sus puertas el 30 de Junio, por lo que hasta esa fecha, remataría y regalaría libros, en un horario de once de la mañana a las siete de la noche.
Librería especializada en libros viejos, usados, algunos raros y de colección, sobrevivió al sismo del 19 de Septiembre del 2017, pero la mató el coronavirus, pues por la pandemia bajaron sus ventas hasta llegar al quiebre.
Las letras hebreas
El 29 de Junio cobré una lana por el Monumento a la Revolución y me desplacé a la librería “A través del espejo” por el metrobus que se va por Insurgentes, bajándome en la estación Durango.
Me detuve en la Plaza Río de Janeiro y, al ver la réplica de la escultura de David, de Miguel Ángel, decidí meditar una hora sobre las 22 letras hebreas que corresponden a los 22 senderos cabalísticos, al pie de la estatua del Rey que lograra unificar y expandir el territorio israelita. De haber sabido que habría cola para entrar a la librería que remataba y regalaba libros, me hubiera ahorrado tal pendejada.
Confinamiento callejero
Me formé a las dos y media de la tarde. La cola medía aproximadamente 25 metros. La cola avanzaba cada 10 minutos, que podían considerarse unos pequeños pasos para el hombre, pero un gran salto para la humanidad (o al menos, para la humanidad lectora).
De repente se me ocurrió que esa cola era una paráfrasis del confinamiento, pero en el exterior, ya que la mayoría llegamos con la idea de entrar como si nada, y no esperábamos permanecer estoicamente detenidos.
La mente es un mono cocainómano
Apagué mi teléfono para no quedarme sin pila, lo cual, equivalió a “quedarse en casa” sin cervezas no esenciales.
No llevaba libros y ya no quise seguir meditando en las 22 letras hebreas, así que me puse a observar el característico entorno hipster de la Roma-Condesa, con peatones hipsters ataviados con sombreros hipsters, paseando sus perros hipsters, y bistros hipsters donde todo lo que cocinan es artesanal (aunque sus precios sean hipsters).
La chica y el chico que estaban delante de mí, descubrieron una salida al aburrimiento y se pusieron a conversar. Con malsano interés de biólogo que examina el comportamiento de unas especies dentro de un ecosistema, escuché cómo él le contaba a ella que trabajaba de cocinero en el Bar la Ópera (quise comentar que allí el caldo de camarones cuesta 300 pesos, pero si lo quieres con camarones es más caro); luego se les acabó el tema de conversación y volvió a reinar el silencio.
La chica detrás de mí era la única que mantenía “Susana distancia” de dos metros. Quise felicitarla, pero luego pensé que a la mejor mantenía esa distancia porque yo no tengo un aspecto confiable y podría asustarla.
De un edificio salió una amiga y charlamos brevemente, antes de que se fuera a sus ocupaciones: Judith Leo Valero, quien alguna vez trabajara en Milenio y que actualmente se dedica a la promoción de artistas visuales (en Facebook tiene la página Jud’ Rill Art).
Me divertía que llegaran personas e hicieran lo mismo que uno: hacer una expresión de sorpresa y preguntar, “¿ésta cola es para entrar a la librería?”, para responder, “bienvenidos al fantástico mundo de la espera”. Luego se disparó la memoria: recordé a Pepe Peguero (quien te decía: “Seguro no has leído el libro de Fulano”. “Sí ya lo leí”. “Pero seguro no has leído el libro de Sutano sobre Fulano”. “Sí, ya lo leí”. “Pero seguro no has leído el libro de Mengano, sobre Sutano sobre Fulano”. “No pos ahí sí ya me chingaste”); a Armando Casas (poseedor de la biblioteca más grande que hayas conocido. Le decías, “¿Me podrías prestar La Guerra y la Paz? Y te respondía: “¿En qué edición la quieres?”), a mi amiga Maythé Servin y mi amigo Gero, a quienes visitaba en la librería de viejo “Teorema”, en la Romita, cerca del Jardín Pushkin, cuyo ambiente y personajes frecuentes siempre me parecieron dignos de una comedia de situación; a mi amiga Angélica Ponce, gran lectora, a quien recientemente le dije que iría a “A través del espejo, para ver qué libro me elegía”; entretenido estaba en mis pensamientos que, después de una hora, imperceptiblemente me encontré frente a las puertas de la librería.
Del otro lado del espejo
Un empleado delgado cuyo cubrebocas cubría un rasta, te advertía al entrar, mientras te ponía gel antibacterial en las manos, que disponías de 25 minutos para buscar libros, después de los cuales, tendrías que salir y volver a formarte (“Sí Chucha y tus calzonsotes”, pensé). Le pregunté cuáles eran los libros gratis y cuáles los que tenían descuento, y me informó que eso te lo decían en la caja (a cargo de una especie de Venustiano Carranza, versión librero).
Como ya había transcurrido una semana desde que iniciaran los remates, todo estaba revuelto: ningún libro se encontraba en su sección y ya se habían llevado todo lo bueno (abundaban las ediciones viejas, tipo “Recuento de las giras del presidente Adolfo Ruiz Cortines”, “La condición de la moneda uruguaya en 1983” y “Las obras completas de Orhan Pamuk”).
No vi ningún libro de mis amigos (lo cual es bueno, pues o se los llevaron todos el primer día, o nunca fueron a parar a un local de libros usados).
Después de dos horas de estar husmeando, me formé con algunos libros (con la idea de no gastar más de 200 pesos, pues la microeconomía no anda muy bien que digamos). Finalmente no me regalaron nada, y solo me hicieron un descuento de cincuenta pesos; dejé todo lo humorístico: “Estúpidos hombres blancos” (Michael Moore, ediciones B), y dos de Marco Antonio Almazán (“Claroscuro” y “Píldoras anticonceptistas”, Editorial Jus). Solo me llevé tres libros, uno de cien pesos: “El Mundo Antiguo III” Hebreos y cristanos / Roma (José Luis Martínez, Panorama Cultural SEP), y dos de cincuenta varos: “Voces de Oriente. Antología de textos literarios del cercano oriente” (Sepan cuántos, Porrúa) y “¿Murió Jesús en Cachemira? El secreto de Jesús en la India” (Siegfred Obermeier, Ediciones Roca), porque ahorita estoy en la onda mística.
La letra onírica
Dos veces soñé con librerías, una dentro de una Universidad muy bonita, otra en España. Después de meditar en esos sueños, pensé que Di/s me había mandado un mensaje: Todos los libros (todos, sin importar quien los escriba) son sus palabras, y es mejor leer, lo que sea, antes que perder el tiempo.
Estudiando se conocen los Palacios ocultos.