Sergio García Ramírez, exprocurador general de la república y exjuez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, describió la reforma del sistema penal como un vaso de agua cristalina a la que se le han añadido una gota de veneno.
García Ramírez se refería a que se trata de una “reforma ambigua” por tener —al lado de avances notables— desaciertos, contradicciones y, como él mismo señala, “soluciones peligrosas” que pueden llegar a presentar un efecto negativo en la fisiología de la nación.
A primera hora del sábado 18 de junio, el presidente Enrique Peña Nieto “encendió los motores” del nuevo sistema acusatorio y anunció que el país entraba en una nueva era en materia de justicia.
Nos gustaría aplaudir “a todo lo que da” la noticia. Salir a la calle y gritar que ha llegado a su final la corrupción, la impunidad y la ineptitud dentro y fuera de la policía, los tribunales y juzgados.
Se entiende la trascendencia de la reforma y el tiempo que tomará implementarla. Se comprende su origen y su finalidad. Sabemos que el a, b, c del nuevo sistema de justicia penal busca pasar de un modelo tortuoso, laberíntico y oscuro de justicia, a uno transparente y eficaz que haga realidad el esclarecimientos de los hechos, la protección del inocente, el castigo al culpable y la reparación del daño, como lo marca el artículo 20 de la Constitución.
A los mexicanos nos gustaría, ¡de veras!, tener confianza en la justicia. Es más, la necesitamos, como agua necesita el sediento. Pero, no podemos. No podemos porque todo lo que está fuera del papel, del texto constitucional, de la ley escrita, es injusto y contradictorio.
Paradójicamente, el nuevo Sistema de Justicia Penal entra en vigor justo cuando el Senado de la República acaba de aprobar el Sistema Nacional Anticorrupción, vanguardista en lo general, pero con una “gota de veneno”.
El artículo 29 de la Ley General de Responsabilidades Administrativas —del Sistema Nacional Acusatorio— pasó por las manos de las peores prácticas inquisitoriales. Se eliminó la sustancia de lo que podría haber provocado una verdadera revolución en el país: evitar que el político utilice el cargo público para enriquecerse y dejar de considerar el servicio público como la mejor y única vía para acumular fortuna.
Se eliminó de la Ley 3 de 3, impulsada por organizaciones ciudadanas, la posibilidad de que los funcionarios le digan a la sociedad cuánto ganan por hacer lo que hacen y si además de ostentar algún cargo público tienen algún negocio. Se impidió saber si con lo que ganan pudieron comprar las propiedades, los vehículos y los montos acumulados en cuentas bancarias.
¿Exagerado y peligroso? Puede ser, pero pudo haberse llegado, de entrada, a un equilibrio. Dar un paso hacia delante, cuando menos, para indicar que hay voluntad, y no simulación.
Es cierto que la ciudadanía tendrá peso e influencia dentro del sistema anticorrupción, pero también es verdad que terminará devorada por el voto mayoritario del comité coordinador, integrado por instancias que forman parte del Ejecutivo federal.
Y es que, hay que decirlo: los dos sistemas, el de justicia penal acusatorio y el de anticorrupción que acaban de nacer, deberían haberse gestado dentro del mismo vientre. La contradicción radica en que, por un lado, se quieren jueces y magistrados honrados, cuando los partidos procuran, al mismo tiempo, que las leyes votadas no afecten los intereses personales y patrimoniales de todos aquéllos que forman parte del aparato público.
Los más optimistas consideran que el nuevo Sistema de Justicia Penal implica una ruptura epistemiológica, de principios y fundamentos, y al mismo tiempo un cambio cultural.
Ojalá que así sea, pero no puede haber cambio cultural cuando quienes deberían dar el ejemplo no lo hacen.
¿Por qué tendrían que estar obligados policías, agentes del ministerio público y jueces a conducirse a partir de nuevos principios éticos, a rechazar ofertas del crimen organizado para liberar delincuentes cuando el Sistema Nacional Anticorrupción está hecho para preservar los vicios y excesos de la clase política?
Es, decíamos, la gota de veneno en un vaso de agua cristalina.