I.

 Cuando Temístocles consultara al orácuo de Delfos, narra Heródoto en su inmortal Historia, sobre cómo su ciudad, Atenas, sería capaz de enfrentarse a otra vez a la apabullante fuerza del imperio Persa –la potencia mundial del periodo-, las sacerdotisas de Apolo Délfico –a quien está consagrado en célebre templo en su ciudad de origen-, lanzaron su oscura frase: “proteger a Atenas con un muro de madera”. Como todos los dichos de estas “maníacas” (del griego manías, o que hablan utilizando el lenguaje divino, de allí la oscuridad de sus palabras para los limitados mortales) requerían interpretación. El arconte (cargo “ejecutivo” de la Atenas clásica), que más tarde sería nombrado strategos (uno de los diez que conformaban el “alto mando” del ejército), decidió interpretar, previo acuerdo con los miembros del Areópago   (Senado), que ese “muro de madera” no era otra cosa que la creación de una flota. Atenas entonces se preparó para luchar contra el prepotente imperio que no veía en esa cultura de comerciantes navieros y campesinos míseros. Los helenos (así se denominaban los “griegos”)  se extendían a lo largo de la costa oriental del Mar Mediterráneo y en muchas de las islas del Mar Egeo conocidas como Cícladas. Una parte del pueblo quedó apresada por el expansionismo persa en la costa Anatolia; esas maravillosas ciudades donde surgiría la filosofía, asiento de los denominados por Aristóteles Físicos (por buscar el origen de las cosas desde un principio material), una manera de pensamiento “metafísica-física” (distinta a la teología) que sembraría en este pueblo algo más que cuidadores de cabras y comedores de queso.

La diferencia de poder es evidentísima, tan evidente que la altanería del poderoso incurre en esa falta que normalmente suele ser el origen de su propia destrucción: el menosprecio. Considerar “inferior” al “otro”, hace que no se tomen las medidas suficientes que se tomarían al luchar con un símil. Incurre en una falsa sensación de confianza que a la larga se devela como “torpeza”. No hay pueblos débiles, menos aquellos a los que se les estigmatiza como tal. Un territorio miserable (salvo las fértiles llanuras del Peloponeso), que depende en buena medida de los avituallamientos de trigo provenientes de Egipto o de las colonias en Tauride (actual Crimea); una población no tan abundante desperdigada en pequeñas Poléis (ciudades-estado) en permanente confrontación entre sí y con un nivel de belicosidad que no pueden reaccionar como “un sólo cuerpo”, conformaba a la Helade.

Jerjes, hijo del anterior monarca, Darío I (vencido en la batalla de Maratón durante la primera Guerra Médica en 490 a.C.), y su primo Mardonio, invaden nuevamente tierra helena (480-479 a. C.), aconteciendo las gloriosas batallas de la Segunda Guerra Médica:  Artemiso, Salamina y, finalmente, Platea (479 a. C.) –sin tomar en cuenta la heroica defensa del batallón sagrado espartano, al frente del inmortal Rey Leónidas, que enfrenta al imperio en la batalla de Termópilas-. Ninguna batalla ganó la arrogante potencia. Por mar y por tierra los insignificantes helenos los aplastaron, originando el debilitamiento progresivo de la propia dinastía persa de los Aqueménidas. Los muros de madera de Atenas permitieron evacuar a la población ateniense y guarecerla en tierra segura, mientras su ciudad era tomada y quemada, y posteriormente reconstruida con el esplendor con el que pasaría a la historia.

Cuando leemos la historia de las guerras médicas, y en general la historia de la Grecia antigua y clásica, vemos una característica muy propia de esta cultura enclavada en una zona de rico intercambio cultural. Tantos pueblos interrelacionados aportaron un saber práctico que se terminaron compartiendo entre sí, en buena medida gracias a la navegación y el comercio que lleva. Fenicios, egipcios, escitas, sirios, etc., comparten la cuenca oriental. Pueblos viejos, experimentados, interrelacionados y poseedores del don de la curiosidad –que no a todos los pueblos se les da, téngase el caso de los espartanos-, los cosmopolitizó, los hizo “ciudadanos del mundo” –en clara referencia a la doctrina estoica nacida en la cuenca del mediterráneo oriental con Zenón de Elea-. Si bien cada pueblo mantuvo siempre sus particularidades culturales, la evidencia del mestizaje mediterráneo se puede constatar en la adquisición del alfabeto fenicio y el arte de la navegación por los helenos, así como el refinamiento helénico llevado a Italia en Magna Grecia y Sicilia, occidentalizando a una hélade que conquistaría el espíritu de Occidente y daría, en un futuro, forma a la sociedad romana que lloraría de emoción y envidia las batallas que protagonizaría Temístocles, o Leónidas, o más tarde Alexandro III de Macedonia (el Magno), como testimoniarán las biografías de las Vidas Paralelas de Plutarco, que en el afán romano de emular a sus griegos, patrocinarían este gran proyecto de historia comparada, que mezcla realidad y fantasía, entre héroes griegos y personajes romanos (“semejantes”) que comendarían al historiador y filósofo estoico de Alejandría, Plutarco. La cultura, debe su riqueza, al intercambio socio-cultural que viven las sociedades, y no al aislamiento que pregonan los proteccionistas que radicando en una psicósis de supuesta confabulación permanente, temen a toda influencia exterior a la que considera portadora del germen de la “depravación” de las costumbres. Ese pensamiento puritano, y no menos torpe, impide la adquisición del saber de otras sociedades, quizás más experimentadas en ciertas cosas que otras, que nos dan ideas y son portadoras de un bagaje tan poderoso que es la diferencia entre triunfar en una guerra, o perder en ella.

La gloria helena debe mucho a su cosmopolitismo, tanto como lo hará Roma. Los helenos sabían su deuda con Egipto y con Fenicia; Roma sabía su deuda con Grecia, ante la que sin rubor se sabían no tan “desarrollados”, y a la que humildemente emulaban, aunque el aporte romano en sus nociones legistas habrían hecho imposible la construcción de un “cosmos” jurídico que dirigiera los pasos de las sociedades que nos sabemos civilizadas y libres. Ese espíritu de dignitas que nos oferta la sociedad de leyes, nos permite defendernos de la barbarie (incluso la propia) y lanzarnos contra el despotismo amenazante, del que sabemos, en buena medida por los pensamientos filosófico-histórico-jurídico grecolatino, sus consecuencias. Nuestra cultura es la que nos aporta la mejor estrategia para guarecer lo que realmente compone a nuestras civilizaciones, son los muros de madera que nos permiten proteger la esencia de la ciudad, que aunque amenazada, o quizás, destruida físicamente, puede soportar la prepotencia de los embates de las potencias que se parapetan en menosprecios, insultos o confrontaciones bélicas abiertas.

II.

Los EEUU modernos son tan ambiguos como lo fueran los viejos imperios mediterráneos, la alta cultura convive con el fanatismo obtuso de hordas ignorantes esclavizadas al consumo material y al fanatismo religioso protestante. Martha Nussbaum denuncia a lo largo de su obra –que no es otra cosa, sino un puente espléndido de continuidad de la cuenca mediterránea oriental con el norte desarrollado pos-industrial-. La gran filósofa antepone las categorías de ese cosmopolitismo heredado, ante los discursos violentos de provincianos prejuiciosos. Quizás de manera un tanto “radical”, nuestra filósofa denuncia el “patriotismo” de ciertas corrientes neoconservadoras,  y lo compara con la importancia del mestizaje intelectual.

El “patriotismo” desde la perspectiva aislacionista, poco profunda y más bien racista y chauvinista, de un sector de la población semianalfabeta, rural, perdida en la estepa americana y el sur esclavista que hasta los cincuentas del siglo veinte no reconocía humanidad a una persona negar (¡solamente por su color de piel..!). Un poco de radicalismo cosmopolita, como la filósofa comenta en diálogo con sendos pensadores de la academia estadounidense (Apiah, Sen, Taylor, Walser, Putnam, Gutmann, Budler, etc.) en Los límites del Patriotismo, no hace mal a la mentalidad provinciana, al discurso neopopulista que enarbola los estandartes de la “América profunda” (un conjunto de rancheros semianalfabetas armados, que se cubren con pieles, como sus antepasados los hunos) que se siente “amenazada” por las olas extranjeras que “invaden” su “forma de vida”.

La “América profunda” que se sabe perdedora, pero que no sabe realmente por qué. No entienden que su subdesarrollo es más que un hecho material, una cuestión cultural. Un hecho debido a su nula inserción en sociedades cada vez más intercomunicadas entre sí. Los favores del desarrollo hizo de este sector poco formado, ese conjunto de “cerdos satisfechos” que señala J.S. Mill, y que gracias a los altos salarios a los que podían acceder aun y con su formación cultural chatarra, no se les estimuló desde un proyecto educativo nacional a aspirar a una educación mejor; a formarse para incluirse en sociedades dependientes del conocimiento especializado, propio del mundo desarrollado encaminado hacia el sector de servicios o de la generación de ciencia, y no del trabajo meramente manual con el que un sector empobrecido de la sociedad de los estados unidos progresó y que “quieren recuperar…”. Somos “sociedades de conocimiento” que no cargamos bultos, sino que pensamos y reconfiguramos la estructura de nuestras sociedades por nuestro saber ultraespecializado. Un saber que se forja en medio de interconectividades que un rubio del Mississippi no deberá a su palidez, de la misma forma que Cartago no debió su poder a su origen semítico, o a las manos negras de sus muchos pueblos. Nussbaum explorará la riqueza de la formación cosmopolita en El Cultivo de la Humanidad.

EEUU se encuentra ante el fracaso de una parte de su población, y el éxito de otra. De un sector altamente calificado, y de otro, violentamente pauperizado. Dos consciencias de mundo se enfrentan ahora: la especializada (al que la filósofa denomina “cosmopolités”: educado, viajero, tolerante, abierta, etc.), y la provinciana (pobremente educada, cortoplacista, chauvinista, aislacionista, logófoba, discriminatoria, etc.). El encontronazo puede llevarse de por medio a quienes contribuyen al desarrollo de esta gran sociedad, con un menor costo, más dispuesta a integrarse por su condición migrante y además constantemente atacada, por lo que tiene que demostrar mayor fortaleza y capacidad de integración que aquellos a los que solamente les terminó quedando su pálido color de piel.

III.

México es el nombre de un territorio conformado por muchos pueblos, milenarios casi todos ellos. La experiencia cultural cobrada en todos sus periodos históricos, mestizó su esencia y la ha hecho tremendamente susceptible al intercambio cultural en un contexto contemporáneo que se caracteriza por el intercambio de bienes, mercancías, personas y conocimientos. Quizás de allí el relativo éxito integrador que a este país, tradicionalmente visto con perspectivas de conservador, le ha permitido su cosmopolistismo que podemos afirmar “está recobrando”. El país septentrión fue crisol de pueblos prehispánicos, dos de ellos imperios como el Azteca y el Maya; puente entre Asia y Europa en su periodo virreinal, y hoy un actor innegable del comercio internacional. Los períodos de aislamiento nunca le han convenido, buena parte del siglo diecinueve le representó un caos tan violento que jamás olvidará, y nunca estuvo más sola y al acecho de las potencias y de sus propias facciones en lucha permanente.

Una sociedad tan dinámica, Occidental con toda justicia, que forma parte de esta extensión Mediterránea que significó su pertenencia al imperio español; su vecindad con la gran potencia de la América de habla inglesa, la convierten en una aliada natural del discurso cosmopolita que tiene raíces en la parte más desarrollada del pueblo norteamericano. Sus mutuas experiencias como crisol de pueblos, como nación de naciones y heredera de formidables pasados, no puede ser alienado a través de un discurso provinciano condenado a su propia extinción. El imaginario de este anacronismo que culpa a  la dinámica social contemporánea que le amenaza, se encuentra moribundo y nada lo va a salvar. Es necesario darle el tiro de gracia, y no prolongar más su subsistencia estorbosa. No darle tregua al provincianismo –o “republicanismo”, en términos de Nussbaum-, en bombardear uno a uno los campos del prejuicio, y esto se hace no con muros físicos, sino a través de muros de madera que movilizan personas, ideas, valores…,  que defienden lo valioso de su diversidad y les conceden las garantías de las leyes, contra la necedad violenta del fanático de lo que sea.

México y EEUU deben privilegiar su heredad clásica, el discurso cosmopolita que no puede ofrecer su mano al eslabón perdido del subdesarrollo que representa ese líder tribal llamado Donald Trump. Deben dejar que muera en paz esa “idea de mundo”, sin permitir que sus sistemas los rescaten como si algo valioso se obtuviera de esa existencia cargada de males heredados. No recibir a estos híbridos de la ignorancia con ceremonias oficiales; no pedirle explicaciones al que de ante mano está impedido por su experiencia vital; no dejar que sus sistemas políticos anquilosen los principios electorales a la charlatanería del circo de los imbéciles que siempre preferirán payasos, que a personalidades serias portadoras de lo mejor de nuestra heredad occidental, y que como Temístocles, sepan enfrentar las amenazas de bárbaros invasores, ignorantes y menospreciativos. Dar la mano a la basurienta anquilosidad, por un miedo infundado (ya vimos que la fuerza bruta no significa garantía de triunfo en imperio alguno) nos haría traidores a nuestra historia cosmopolita, a la fortaleza de nuestros profundos valores que hemos ido recuperando poco a poco y con muchos esfuerzos. Solamente así la civilización occidental volverá a ser una sociedad fuerte, a la que nosotros mismos respetemos.