La señorita “S” camina desparpajadamente en uno de los pasillos del metro de una estación de transborde sumamente concurrida. Piensa en su visita del fin de semana a su pueblo originario donde no tenía que soportar la presión de tanta gente caminando en las calles capitalinas. Tomar un agua fresca en la plaza, sentarse en una banca y mirar hacia el quiosco en lo que suenan las campanadas de la parroquia llamando a misa… “S” suspiraba por ese cielo prístino cuando de repente siente que le ha dado un golpe a alguien. Un apuesto y joven muchacho trajeado, está doblándose del dolor por el puñetazo asestado justo en su entrepierna:

-¡Ah… perdón!

El joven, evidentemente molesto, no esperaba que el andar desparpajado de una muchacha no acostumbrada al ajetreo, careciera del suficiente cuidado como para no mover sus brazos horizontalmente, como si se encontrara en la venturosa y poco concurrida plaza de su pueblo, donde ese andar con el puño cerrado no privara a un caballero de las facultades reproductivas.

-¡Fíjate…pendeja!

“S” se sintió agredida, cree que su innecesario golpe bajo no es motivo para ser insultada:

-¡Eres un estúpido!- contesta con la seguridad de alguien que sabe que nadie le responderá. El adolorido joven se detiene y le recuerda lo que hizo y que por su andar descuidado podía hacer daño a cualquier otra persona. Ella, confundida, no sabiendo qué hacer, opta por lo más simple: evadir su responsabilidad cívica:

-¡Tú fuiste quién se atravesó!- Ella sabía que mentía. El joven nunca se atravesó. Lo que se le atravesó a la entrepierna del pobre caminante, fue el puño esterilizante de una mujer de baja estatura que no estaba previsto en el trayecto o en el campo visual. No sorprende la evasiva, como no sorprende que otro caminante se aproximara a los contendientes e inclinándose por la heroica defensa de “S”, exigiera:

-¡Tú no tienes por qué decirle nada a una mujer! –increpa al golpeado-tu calidad de hombre te impide decirle cualquier cosa a una dama…

Confundido, el joven se da la vuelta, no comprende cómo un argumento machista desarma su justa causa, y permite la evasión de una responsabilidad cívica básica que una persona, que antes que hombre o mujer, es un ciudadano y ello implica guardar ciertas normas vitales para la convivencia social. Ese golpe bajo puede ser un claro ejemplo de una persona que anteponga cualquier estado particular, o de privilegio,  para evadir las reglas: una mujer, que por mujer, pueda pasarse un alto y no ser llamada al orden por la autoridad por… “ser mujer”; un vendedor informal (evasor de todo ente que refiera lo fiscal) que evita su detención por obstrucción de la vía pública porque al no “tener otro medio de subsistencia”, tiene el “derecho” de obstruir el acceso a un negocio formal, con decenas de empleados, que paga sus impuestos y contribuye a la economía del país, y que por ser una “víctima de las circunstancias”, los propios transeúntes lo defienden de la policía que cumplía con lo estipulado en la ley. Pasarse un alto por ser un potentado; atropellar transeúntes por ser ciclista; consumir en cierto establecimiento por el único “privilegio” de “ser blanco”, etc. Los pretextos –que eso son-, se pueden multiplicar, y cada uno de ellos tiene el mismo sello: la violación de la vida cívica y su perversión.

El civismo exige a todo aquel que ostente la categoría de “ciudadano”, a respetar ciertos principios regidos o por la ley o por las costumbres. No todas las reglas de convivencia se encuentran legisladas, hay reglas que provienen del hogar, de la profesión, del sólo andar en la calle… como lo es caminar sin la intención de lastimar a otra persona (como el ejemplo que nos compete). Todo con un  objetivo: evitar el conflicto. El conflicto es desatado cuando algún “otro” se siente de alguna manera ofendido, y la cultura no ha creado medios conductuales o para prevenirlo, o para saldarlo sin el enfrentamiento abierto. Uno de esos medios son las normas sociales, no necesariamente legisladas, pero sí del amplio conocimiento de los ciudadanos que saben que tienen que tener para evitar el enfrentamiento: no hacer comentarios burlones de otra persona; no señalar; no escupir al hablar… no caminar en espacios saturados pensando en que se está en el pueblo natal. Cada cosa es tan importante como el no saber “dar gracias”; no pedir “por favor”; negar el saludo… cada cosa es tan simple, pero tan importante, que además de distinguir a alguien bien educado de alguien que no lo es (cuando se acabe esa distinción, es que estamos en el reino de la barbarie donde no se reconoce y aprecia el valor de la educación), evita el enfrentamiento. Saberse mover en una ciudad con millones de habitantes, a veces puede ser la diferencia entre el orden o el caos; entre un hombre que descuidadamente propine un golpe accidental a una mujer en la nalga, y que no creyendo en su alegato, la mujer alegue violencia sexual que condene a la cárcel al presunto infractor (aquí no menciono a los auténticos abusadores para los que esa ley está dirigida con plena razón). Por lo mismo que hizo “S”, si se invierten los sexos, se podría alegar un abuso sexual y no saldría ningún personaje a defender al hombre alegando pretextos para evitar una querella judicial. Así de simple, y así de importante respetarnos entre ciudadanos.

Las reglas sociales, tan poco estudiadas hoy en día, o limitadas a una especie de privilegio clasista, son indispensables para la vida cotidiana, independientemente de mostrarnos ante los conciudadanos como otra persona portadora de una dignidad bien reconocida y, por ende, de un respeto intrínseco, que nos conduce al camino propio de las sociedades civilizadas. El ejemplo de “S” y el joven, es más aleccionador de lo que parece, esconde principios discriminativos entre géneros, socialmente aceptado, y nos remonta a un mundo previo al de la sociedad mexicana y latinoamericana contemporánea.

Los privilegios conforman un entramado de beneficios y de obligaciones estipulados por la ley y guarecidos por el gobierno. La sociedad mexicana, heredera de la sociedad virreinal novohispana, se enfrentó en sus albores a un complejo panorama: el abuso de encomenderos hacia los nativos. Los encomenderos fueron un grupo de hispanos que gozaban del beneficio de la explotación de ciertos productos (y de varios habitantes) en su calidad de “casta superior”. La encomienda originó un problema de abuso por parte de los dominadores que contribuyó al exterminio de cerca del noventa por ciento de la población originaria, en uno de los mayores y más brutales genocidios que la humanidad ha experimentado en toda su vida. El señalamiento de insignes pensadores españoles, que además de religiosos eran sublimes humanistas como Francisco de Vitoria (el creador del derecho internacional público moderno); y sus alumnos en Salamanca como Bartolomé de las Casas, Alonso de la Vera-Cruz, Pedro de Gante, entre otros (puede consultarse, entre otros, a D. Brading, Orbe Indiano, FCE,  o M. Bataillón, Erasmo en España, FCE), orilló a que la corona discutiera el problema de los naturales y disolviera la institución de la encomienda. Parte de las leyes regias se encaminaron a la protección de los indios: leyes propias, tribunales propios, ciudades propias, tierras propias… una distinción que si bien tuvo el extraño privilegio de protegerlos, dividió aún más a los habitantes en sectores (o castas) que a cientos de años del fin del imperio hispano, se mantuvieron –y se mantienen- como parte del panorama de desigualdad de un conjunto de habitantes que no pretende ser juzgado “igualmente” por la misma legislación. Todos apelan a sus privilegios y defienden la distinción como un asunto de vida o de muerte.

Es evidente que esta desarticulación de las sociedades latinoamericanas contemporáneas, impide la consolidación de un estado de derecho fortalecido; de la concepción y autopercepción de las responsabilidades ciudadanas entre pares; fomentando la fractura y el encono social por parte de aquellos que no se sienten justamente protegidos (ese “justamente protegidos” puede esconder algo que significa: “completamente privilegiado” y que otras sociedades que ignoran la naturaleza latinoamericana en general, no visualizan a la hora de emitir un juicio sobre la desigualdad de estas sociedades, donde hay muchos sectores, con independencia de su clase social, que lucha para mantener su privilegio. Ni la pobreza, ni la riqueza, son excluyentes de semejante cosa). No admitir la transgresión a un principio de sociabilidad básica, y que aparezca “alguien” que evite la responsabilización de un transgresor que se parapeta en su privilegio (de clase, de etnia, de credo, de orientación sexual, de género, de nacionalidad, etc.) es lo mismo que le ocurrió a nuestro lastimado amigo: una patada en los güevos.