La corrupción en México ha sido tradicionalmente señalada por muchos analistas como uno de los principales problemas políticos y económicos del país. Además las encuestas a principios del siglo XXI, señalan que el grado de corrupción existente ha afectado negativamente a la legitimidad política, transparencia de la administración y eficiencia económica en cuanto a rendición de cuentas del país hacia el interior y exterior de sí mismo.

La gran mayoría de estas prácticas corruptas han ido desarrollándose y sentando sus bases a lo largo de varios siglos de historia.

La tendencia a la corrupción es una fuerza presente en la naturaleza humana, que busca siempre ganar transitando por el camino más fácil, de menor esfuerzo y más bajo costo. Nace del mismo impulso básico de sobrevivir, pero distorsionado por la ambición desmedida de poder y dinero. Tiene su raíz en el miedo, en la incertidumbre sobre lo que pueda ser el futuro y la necesidad de buscar seguridad a través del control del medio en que nos desenvolvemos, llevado al extremo del beneficio individual sobre el común, con un enfoque egoísta.

La corrupción ha crecido y se ha fortalecido en México alrededor de la complicidad y las amplias redes que se tejen a partir de ésta, propiciada por la falta de controles sistemáticos que funcionen eficazmente para su prevención, su detección y una acción efectiva para corregir los incidentes cuando se verifican. La corrupción ha llegado hasta el punto de volverse, definitivamente, parte del sistema y desarrollar resistencia a cambios que pudieran limitarla efectivamente.

Frases como "el que no tranza no avanza", "Dios, no te pido que me des sino que me pongas donde hay" y otras similares son iconos que reflejan cuan arraigada y aceptada es la cultura de la corrupción en México.

Pues bien, de acuerdo al Índice de Percepción sobre Corrupción que realiza Transparencia Internacional, nuestro país se encuentra en el lugar 105 entre 176 naciones. En el espejo de la corrupción nos vemos igual que Kosovo, Mali, Filipinas y Albania. Del comparativo con los países miembros de la OCDE mejor no hablamos; en la tradición nacional, que existan 71 países peor evaluados es mediana conquista.

El enorme problema es que a pesar de la generosidad del ranking, ser el país más corrupto del mundo no nos suena difícil, pues estamos acostumbrados al argumento. Solemos percibir a la corrupción como un mal endémico, tan nuestro como la sangre mestiza y tan arraigado como el consumo de maíz. Por tanto, tan endémico como inmutable; una realidad tan cierta que cuestionarla, confrontarla, resulta inútil.

A esta percepción se suma el valor positivo de la corrupción como aceite de la maquinaria económica, engrane del sistema de justicia y factor para que las cosas funcionen. La sanción social a las prácticas de corrupción es inexistente. Por el contrario, se alientan y encomian: el que da una “mordida” o consigue un contrato a través de prebendas, es hábil, tiene “colmillo”, sabe su negocio.

Por eso es que dentro del inmenso catálogo de problemas nacionales, la corrupción no pinta. Es tan inherente al paisaje que atacarla parece ocioso. Sólo así se entiende que la Comisión Nacional Anticorrupción siga en el tintero, y el titular de la Secretaría de la Función Pública sea un encargado del despacho.

Por décadas hemos atribuido el bajo crecimiento económico a la ausencia de reformas económicas como las que a nivel constitucional, se aprobaron en 2013. Sin embargo, una vez aprobada la legislación secundaria de cada reforma, saldrá a flote el enorme dique que para la inversión privada representa la corrupción. Corrupción traducida en falta de seguridad jurídica, en el encarecimiento de cada trámite o contrato, en los costos de producción y en la rentabilidad de las empresas. Si tomamos en cuenta las estimaciones del Banco Mundial, la corrupción le cuesta a México 9% del PIB cada año, es decir, dos puntos más que la fortuna de Carlos Slim. Si preferimos las estimaciones del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, la cifra alcanza el 20% del PIB, en otras palabras, la quinta parte de lo que producimos se diluye, filtra y trasmina en corruptelas.

Si queremos crecer más rápido y atraer capitales con la intensidad pretendida, visibilizar y priorizar el problema de la corrupción parece indispensable. En este sentido, hay tres grandes aristas para abordar el problema: el institucional, el de combate a la impunidad y el no menos importante factor cultural.

1. Institucional: Tenemos reglas que incentivan la corrupción en todos los niveles de gobierno. El ejercicio práctico de la transparencia –materializado en solicitudes de información– es cuestión que sólo manejan los enterados y la mayor proporción del dinero público se ejerce con absoluta discrecionalidad. En ese sentido, la Comisión Nacional Anticorrupción no es solución, pero sí mecanismo. Mantenerla en el limbo es la mejor forma de ignorar el problema.

2. Combate a la impunidad: La corrupción en México no tiene consecuencias. Superado el escándalo mediático, se solventa toda preocupación jurídica. Véase el reciente e ilustrativo caso del ex Gobernador de Aguascalientes: se le acusa por peculado de 26 mdp y paga una fianza de 8 mdp. Mal negocio para la justicia.

3. Factor cultural: Mientras sigamos pensando que la corrupción es un arte, un colectivo ejercicio sincronizado, y característica crónico–degenerativa que nos distingue en el mundo, tendremos poco que hacer frente a un problema que nos cuesta al menos, 100,000 mdd al año.

En las narraciones de Scott Fitzgerald –afecto a poner a sus personajes en la cruel disyuntiva de lo que quieren, frente a lo que necesitan– cada dilema ético se resuelve volviendo al origen, a principios elementales, escuchando la voz de la consciencia previa al salvaje contacto con el mundo y el dinero. En el escenario que enfrentamos, tal solución suena imposible o al menos ingenua. No hay “renovación moral” sin reglas claras ni instituciones fuertes que la soporten; la última que intentamos en los años ochenta fue eslogan y no política pública. No sé si queramos combatir la corrupción, lo cierto es que lo necesitamos.

Para lograrlo, habrá que hacerle frente cuando el discurso termine y el templete se desmonte. Dejar de alentarla en la formación y aplaudirla de facto cuando socialmente obviamos condenarla. Su mano invisible mueve cada uno nuestros mercados, cosa que sólo habremos de reconocer cuando acabada la tarea reformista, algo siga fallando.

En esta ocasión, en el tema histórico, quiero referirme a las costumbres que tenían los romanos con relación a las apuestas.

Fuera del lenguaje jurídico puede que “Alea iacta est”, la frase que pronunció Julio César al pasar el Rubicón, el riachuelo que marcaba el límite entre la Roma republicana y la Galia Cisalpina, y dirigirse a Roma con sus legiones, sea la expresión latina más utilizada con el significado de “la suerte está echada”.

Pero habría que puntualizar que Julio César no pronunció exactamente esa frase, porque lo hizo en griego, y que, literalmente, su significado sería “los dados se han tirado”. Alea era el juego de dados que tanto gustaba a los romanos y que también servía para designar genéricamente a todos los juegos de azar. Ya fuese para hacer más llevaderas las horas que los legionarios pasaban asediando un asentamiento o mientras tomaban un vino aguado en su escaso tiempo de ocio, el caso es que cualquier excusa servía para echar unos dados y, lo que es peor, jugarse unas monedas.

Apuestas, juego de azar y dinero son los ingredientes necesarios para el cultivo de la ludopatía. Llegados a este punto, y viendo que algunas deudas se saldaban incluso perdiendo la libertad del deudor, se dictaron las leyes aleariae (Lex Cornelia, Lex Publicia y Lex Titia) que prohibían las apuestas en los juegos de azar. Estas normas declaraban legales las apuestas en juegos o competiciones donde el resultado dependía de la habilidad, fortaleza o valor de los participantes (las carreras en el circo o las luchas en el anfiteatro, por ejemplo) y declaraba ilegales las que dependían únicamente del azar, aunque muchos de los apostantes en los dados se encomendasen a los dioses.

Si te atrapaban apostando, las multas impuestas eran un múltiplo de la cantidad apostada que dependía de las circunstancias y de la familia del apostante. Además, la ley no reconocía las deudas de juego ni los delitos cometidos contra la propiedad de las “casas de apuestas”. Aun así, algunos emperadores, como Augusto o Nerón, tuvieron ciertos problemillas con el juego, pero sin llegar al vicio de Cómodo que, tras dejar temblando las arcas del Imperio, montó una especie de casino en su palacio para poder seguir apostando.

Pero no todo iba a ser represión, durante las Saturnalia se levantaba la mano y se permitían las apuestas… y todo lo demás. Las grandes fiestas en honor a Saturno comenzaban el 17 de diciembre y se prolongaban hasta el 23.

Muy probablemente, las Saturnalia tengan su origen en el fin de las labores agrícolas, cuando los campos se preparan para el invierno y las tareas de campesinos y esclavos se volvían más lentas. Recordemos que la sociedad de la antigua Roma era eminentemente agraria. Cómo serían de importantes estas festividades para que las escuelas cerrasen, algunas conductas frívolas femeninas y masculinas estuviesen bien vistas, se pudiese apostar a los dados, se invirtiesen los papeles entre amos y esclavos, corriese el vino a raudales y todos los miembros de la familia recibiesen un regalo, fuera cual fuese su condición. Además, todos los esclavos recibían de sus amos una generosa paga extra en moneda o vino (excepto los pobres desgraciados que tuvieron el infortunio de servir al roñoso de Marco Porcio Catón). Desde el día 17 al 23 se sucedían los banquetes y las procesiones desenfrenadas (que fueron el embrión para los futuros carnavales).

Los plebeyos y proletarios se erigían en jueces, y los patricios en siervos. Se realizaba la elección del “Rey de las Burlas” y, por fin, después de tantos días de júbilo, llegaba el solsticio de invierno, consagrado a Jano, el dios de los principios, fecha considerada en la antigüedad como la Puerta de los Dioses.