De los recuerdos infantiles, los de la Semana Santa son de los más enraizados, después de la Navidad por el sabor y el aroma de sus guisos.

Recientemente un connotado guerrerense trajo a la memoria su gusto por las torrejas, uno de los platillos más mestizos y humildes de nuestras cocinas que se pueden hacer dulces o saladas.

Basadas en pan, generalmente duro al que cariñosamente se rebana y al que poco a poco se le va agregando valor ya que se capean con huevo, se doran en manteca de cerdo, mantequilla o en aceite, para después bañarlas, si son dulces, con una miel de piloncillo que puede ser perfumada con anís, cáscara de naranja o limón o alguna fruta aromática, o simplemente espolvorearlas con azúcar.

Las torrejas o torrijas, como las llaman en España y en algunos lugares de Centro y Suramérica, también pueden ser saladas. También van capeadas y doradas en alguna grasa para después ser cubiertas de alguna salsa o mole. Sin carne y sin manteca, cuando se preparan para la vigilia, aunque aceptan la compañía de algún pescado o marisco. Con charales asados navegando en el caldillo son deliciosas.

El tiempo ha modificado las costumbres, sobre todo en las ciudades.

Antes la vigilia era casi dogmática no solamente para los seguidores del catolicismo, sino que la oferta y la demanda marcaba la temporada de vigilia, que era aprovechada por algunos carniceros para tomar unos días de descanso y entonces se desataba la voracidad de los vendedores de pescados y mariscos.

En algunos restaurantes, aunque también en fondas, aprovechaban la temporada para ofrecer “Menú de Vigilia”, que incluía una rebanada de pescado o algún guiso que temporalmente descartaba las delicias de la carne, pero incluía delicias con productos de la tierra, que podían ser desde unos modestos nopales navegantes, a los que también se les podían agregar charalitos o presentar platos que terminaron convirtiéndose en clásicos de fin de año como los mexicanísimos Romeritos con sus tortitas de camarón seco y el Bacalao, ambos con mayúscula.

Aunque también era infaltable esperar desde el arranque de la cuaresma el plato de habas, que podían ser solas o con nopales, que eran las mejores. Siempre guisadas a partir de un sofrito de jitomate con ajo y cebolla para sustituir el caldo de algún animal, pero con el perfume de unas hojas de epazote y adornada con un chile seco frito o, cuando menos, asado y si había recursos se le podía espolvorear queso o como generosa guarnición de algún pescado.

Otro de los clásicos de la Semana Santa es el plato de chiles rellenos, ya fueran de queso, frijoles refritos, atún -cuando no era mediado con harina de soya- o sardinas enlatadas, que eran una delicia, especialmente si eran preparadas con aceite de oliva; aunque las que se empacaban en tomate, se dejaban comer.

Esos chiles podían ir en seco o con algún caldillo caliente y con guarnición de arroz, generalmente rojo o blanco, pero con chicharitos.

También estaban los chiles mecos oaxaqueños, con sus frijolitos al lado.

Cuando se extrañaba la carne, la madre generosa, hacía aparecer unas espléndidas tortitas de papa que podían ser capeadas o simplemente aglutinadas con huevo y fritas o asadas.

Otra variedad eran las tortitas de chinchayote, muy consumido en el centro de México, pero con especial consumo en Oaxaca, Puebla, Veracruz, el Estado de México y Michoacán. Al igual que sus primas hermanas de papa, estas tortitas se podían comer como los chiles rellenos, ahogadas en algún caldillo y una guarnición de arroz o frijoles o, en seco, con una ensalada verde o con jitomate y cebolla desflemada.

La tortilla de patata, era infaltable, lo mismo que la ensalada de garbanzos con verdura y algún pescado ahumado, de lata y, lo mejor, cuando se podía, con bacalao. Pero también era clásico el arroz con pescado o con mariscos y algún potaje a base de alubias, garbanzos, espinacas y pescado seco, mejor que fresco, pero siempre aderezado con cebolla, ajo, pimentón, laurel y, por supuesto, sal al punto.

Si había decisión y posibilidades, los postres sofisticados como la leche frita y los buñuelos de viento, propiciaban que la memoria fuera llevada al infinito por los mismos ángeles y que se descubriera que la Semana Santa era un tema de gusto y de sabores de buena comida.