Si la mirada se colocaba hacia el suroeste, considerando lo que marca la rosa de los vientos, no había duda de que el horizonte era marítimo, pero en el lado contrario el ensordecedor ruido de una inconfundible tuba que pretendía marcar alguna melodía de banda provocaba que se perdiera el rumbo porque su sonido grave se mezclaba con los trompetazos de los mariachis que, elegantemente vestidos de blanco, anunciaban una borrachera más que un atardecer en el Revolcadero.
Varias parejas mixtas, pero también unisex, parecían haber organizado un meticuloso concurso de “perreo” en muchas de las carpas instaladas en la playa. Aunque a ritmos diferentes porque cada cual seguía la música que imaginaban, parecían danzar acompasadamente como una larguísima culebra que impedía poner atención a los tonos amarillos, naranja, rojos y violeta con los que se iluminaba el cielo con la puesta del sol.
A los ruidos que venían de tierra firme se sumaban las estruendosas carcajadas de los amigos que corrían para evitar que el más borracho de ellos se metiera al mar, los tropezones provocaos por los profundos hoyos hechos por los niños y sus papás para construir castillos, literalmente, de arena, y las parejas que se abrazaban con tal fuerza y con unos movimientos de brazos tan hábiles que, por sí mismos, podrían atemperar la calurosa temperatura, sin que esa fuera precisamente su intención, no, no había modo de ver el espectáculo solar.
La congregación de jueves santo en este sector de Acapulco era muy parecido a los encuentros en horas pico en el transbordo del Metro Pantitlán, pero con la ventaja de que aquí estaban con poca ropa y se apreciaba un relativo respeto porque los que se sabroseaban (casi todos con todas, unos con otros y muy pocas con otras) lo hacían de manera consentida y, entre las nuevas parejas, con esa familiaridad que proporcionan las bebidas preparadas…”ni modooo, ya por la horaaa con poquito yelooo”.
Entre los parroquianos que mayoritariamente colgaban de sus cuellos medallas o crucifijos y, algo notable, llevaban tatuadas imágenes religiosas no mostraban rasgos de devoción ni de humildad, aunque todos no solo se lavaron los pies, sino que nadaron y chapotearon alegremente en el mar, porque como le gritara un señor al mesero, pero viendo a su mamá: “Qué día de guardar ni qué nada -A ver tú, tráete otras chelas-, aunque el lunes me vaya tempranito al Monte, faltaba más… ja, ja, ja”.
Del espectáculo solar que se pretendía referir en este espacio como referente para una fecha religiosa clave ahora que se fotografió un hoyo negro, ni pregunten. No hay una descripción fidedigna ni fotografías del crepúsculo en jueves santo.
El espectáculo popular fue más intenso que la naturaleza. Fue el tránsito entre el frenesí del día y el relajo de la noche.