Los elevados índices de contaminación en la zona metropolitana del Valle de México (ZMVM) no solamente colapsaron al centro neurálgico del país, sino que colocaron en una encrucijada a muchos de los compromisos populares de la Cuarta Transformación.

Uno de los más rentables, el de reducir el precio de la gasolina, está en riesgo.

Impresionado por el arrasador triunfo electoral y la crisis del huachicol, entre otros programas para iniciar sus acciones, el gobierno omitió planear y explicar su modelo, además de revisar las estructuras existentes para dar viabilidad al cambio de régimen.

Por ejemplo, en 2014 el Congreso mexicano puso en marcha una nuevo esquema para el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS) con el que se grava el contenido de carbono en los combustibles fósiles, principalmente las gasolinas y el diésel, para desincentivar su consumo y, así, mitigar las emisiones nacionales de gases de efecto invernadero.

Las promesas de campaña para descartar más “gasolinazos”, a lo que se sumaron los subsidios al precio final de los combustibles, las crecientes deficiencias en el transporte público de la zona metropolitana y la inseguridad, alentaron el uso del transporte unipersonal y la contaminación.

No se previó que desmantelar o reforzar planes y programas siempre tienen consecuencias sociales si no se sustentan en un esquema de ingresos y gastos federales equilibrado o en una reforma fiscal que garantice recursos suficientes para proveer los subsidios sin afectar al erario ni a los ciudadanos, especialmente en su movilidad y salud como base de la democracia.

Hoy, por varios días y con efectos más graves que en años anteriores, puso sobre la mesa las deficiencias en la planeación para el desarrollo.

La contaminación obstaculiza el crecimiento económico y profundiza tanto la pobreza y la desigualdad, que como hemos visto, no solo afecta a las zonas urbanas sino a las rurales que quedan aisladas.

El impuesto al carbono, que desató una gran polémica hace más de 5 años, quedó en el olvido. Aunque formaba parte de la Reforma Energética, se planteó como la contraprestación que se proporcionaría a los ciudadanos en términos de limpieza ambiental y mejoría en vialidades y transporte público.

Quizá el desdén a este gravamen se dio porque forma parte de la condicionalidad del Banco Mundial y del neoliberalismo, pero también por su carácter recaudatorio. Pero más allá del criterio político, la contaminación asociada con la mortalidad prematura y la morbilidad se ubica entre el 5 y el 14 por ciento del producto interno bruto (PIB) de países como México.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), se estima que 12.6 millones de personas mueren todos los años a causa de riesgos ambientales y la contaminación atmosférica es el cuarto factor de riesgo de muertes prematuras de niños y ancianos en países de ingreso bajo y mediano como el nuestro.

El impuesto verde o al carbono si bien es un costo, se debe analizar como una medida fiscal complementaria, primero para ordenar la libre importación de combustibles, cerrar el paso a los subsidios a las gasolinas que ha derivado en el consumismo de gasolinas, pero también para financiar el combate a la contaminación ambiental, que es otra cara de la corrupción.

Paradójicamente, la crisis ambiental puso contra la pared los objetivos de la 4T cuyos objetivos son de un horizonte que se comprometió hasta 2024.

No actuar con perspectiva de Estado, no cimentará el cambio de régimen prometido porque los que más sufrirán son los pobres debido a que no están en condiciones de protegerse de los impactos negativos de la inseguridad y de la polución social, política y económica vigente en el ambiente de nuestro país.

@lusacevedop