Después de que el Senado de la República aprobó el nacimiento de la Ciudad de México como estado 32, lo importante es lo que viene.
Y lo que viene es la redacción de su Constitución. ¿Qué Constitución? El gran paraguas tendrá que ser, necesariamente, la Carta Magna, pero qué más. ¿Cuál va a ser su tesis vertebral? ¿Qué proyecto de entidad, de metrópoli y ciudad capital?
Dice Jorge Carpizo en uno de sus ensayos que una Constitución puede ser la ruptura total o casi total del orden jurídico anterior o bien representar una evolución jurídico política con respecto a su antecesora.
¿En cuál de los dos extremos se va a ubicar el Constituyente que la redacte y apruebe?
Lo que hoy sí sabemos sus habitantes —a quienes seguramente no se nos va a preguntar— es que la Ciudad de México ya no puede seguir como rehén de nadie.
Los perredistas la gobernaron como señores feudales. Exprimieron sus arcas, corrompieron su administración, se apropiaron de la Asamblea de Representantes para aprobar e imponer leyes, le expropiaron al ciudadano las calles, coartaron la libertad de circulación y sus gobiernos llevaron sus servicios hasta el extremo de la degradación.
De la Ciudad de México no debe apropiarse ningún partido político. Esta es una de las lecciones más importantes que nos dejan los gobiernos autoritarios de izquierda.
Ni del PRD ni de Morena. Tampoco del PAN o del PRI. En el estado 32 sus habitantes deben ser auténticamente libres en lo político, social y jurídico.
Si el Constituyente va a ser de verdad democrático, plural y representativo, tendrá que colocar como eje vertebral del texto constitucional al ciudadano. Su derecho a vivir en una ciudad donde no sean los intereses de grupos, tribus o partidos los que dominen.
De nada servirá una reforma que reproduzca una forma de gobierno sustentada en relaciones clientelares y en la compra y venta de voluntades políticas.
El G-100, el grupo de los 100, que integrará el Constituyente, va a tener la oportunidad histórica de redactar un texto de vanguardia. Que refleje la compleja e intensa diversidad social y cultural de la capital, las leyes e ideas más avanzadas en materia de derechos humanos, pero también que configure el perfil de un ciudadano civilizado.
Y es que quienes vivimos aquí, todos sin excepción, hemos contribuido a convertir esta metrópoli en una pirámide corrupta donde todo se puede. Es un botín del que vive lo mismo el más alto funcionario, que el agente de tránsito y el más humilde de los ciudadanos.
Por eso vale la pregunta: ¿qué Constitución? ¿La que dé continuidad a una urbe en agonía o una que, de verdad, rompa con el pasado corrupto?
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