La pregunta que titula esta columna va más allá de la contestación formal que puede extraerse de los artículo 80 y 90 de la Constitución federal relativos a la función ejecutiva y a la jefatura de la administración pública que encarna el presidente, sino lo que se pretende es evidenciar que cada acto llevado a cabo por el presidente da como resultado estabilidad o desequilibrio a la escena pública y al Estado mexicano

En este sentido, sabemos que el presidente es quien dirige la política exterior del país, esto implica que habla a nombre de México, por dicha razón los medios nacionales le prestaron tanta atención el pasado 23 de septiembre, día en el cual intervino en la Asamblea General de las Naciones Unidas.

En aquella ocasión, mientras que la mayoría de sus homólogos dedicaron su intervención a hablar sobre los retos globalizados que debemos enfrentar derivados de la pandemia por el SARS-CoV-2, el presidente López Obrador optó por dar a conocer su versión sobre los problemas domésticos del país, empezando por expresar su percepción sobre la historia de México, su triunfo como presidente en 2018, la rifa y venta del avión presidencial, los programas sociales que ha implementado y la declaración de que "vamos saliendo" de las crisis sanitaria y económica, sin dar mayores detalles sobre este último punto.

En esta línea temática, cabe destacar que el presidente, debido al evento en el cual se encontraba —75 aniversario de la Asamblea General de las Naciones Unidas— debió actuar preocupado por encuadrar a México en el contexto internacional ubicándolo en el concierto de países y activo para la solución de los grandes problemas del momento, no evadirse con la interioridad del país.

Aunado a ello, el presidente de la República debe considerar que debido a su investidura, sus expresiones no pueden calificarse de la misma manera que las de personas no vinculadas con cargos públicos o políticos, pues la Corte Interamericana determinó que las manifestaciones de personajes como él atienden al interés público y, en este mismo sentido, su margen de tolerancia debe ser mayor al de la generalidad de las personas (Casos Ricardo Canese; Fontevecchia y D’Amico; Tristán Donoso; Kimel; Palamara Iribarne; Herrera Ulloa; Caso Ivcher Bronstein; Mémoli). Por ello, el presidente debe tener en cuenta que su investidura significa mucho para determinados sectores, quienes pueden asimilar las expresiones “fifís, liberales, conservadores”, como odio, contribuyendo así a la polarización de posturas en la sociedad.

En otro orden de ideas, el presidente de la República es quien encarna la función pública ejecutiva; eso implica que es el personaje competente para hacer cumplir las leyes emitidas por el Congreso de la Unión.

En este contexto, al ser el primer obligado de aplicar las normas, lo manifestado por el Presidente el anterior 24 de septiembre, en el marco del juicio a los expresidentes, pidiendo a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación “tomaran en cuenta el sentimiento del pueblo”, está fuera del lugar y atenta contra la institucionalidad, pues el tema en cuestión es totalmente un asunto jurídico y por lo tanto no puede aludir a sentimientos por muy dignos que sean, ya que de hacerlo se entra a la arena de las subjetividades, siempre peligrosas para la paz social y la permanencia del Estado.

En resumen, el presidente de la República no sólo es la institucionalidad que se desprende de la Constitución y de las leyes, el presidente es un sujeto con responsabilidades de Jefe de Estado, cuyos actos y manifestaciones generan gran repercusión para el entorno público, por ello todo su actuar debe estar razonado y basado en datos, por lo cual deben expulsarse los dichos fáciles. El Presidente debe aspirar siempre a ser un estadista, que lo logre o no es algo que se determinará en el futuro, no en el presente. En este aquí y ahora la prudencia y el derecho deben ser la guía que marque el camino que le falta a esta administración.

Profesor de la Facultad de Derecho de la UNAM