Jorge Medina, cantante de “la Arrolladora Banda Limón”, recientemente declaró que por el coronavirus ha tenido que repartir comida para sobrevivir (primero con un amigo que vende pollos asados, luego en Uber Eats).
Antes de hacer mis inoportunos comentarios, quiero contarles una anécdota: cuando trabajé en Radio Educación, en los años 90, alguien comentó que un compañero ya no la libraba con su salario y había tenido que poner un puesto de tacos. La mayoría escuchaba la noticia con lástima, salvo mi gran amiga Olga Durón, quien se puso muy contenta y exclamó: “¡Qué padre! Le voy a pedir unos tacos, deben estar deliciosos”.
Vender comida, para poder comer, encierra en sí misma una agridulce ironía, pues si no vendes el producto te lo puedes comer y mitigar el hambre; aunque no ganes ni recuperes la inversión; como decía un amigo actor en el corte a comer de una filmación: “Por lo menos por hoy ya comimos”.
Me causa gracia que la mayoría de los mexicanos, cuando quieren poner un negocio, en lo primero que piensan es en comida. “Todo mundo tiene que comer”, dicen; lo que omiten es que no todo mundo necesariamente va a preferir tu comida sobre la que preparan otras personas.
Espero que no se me considere clasista por lo que voy a decir (y si se me considera, pues ya me verán en el mitin de la próxima marcha fifí): yo desconfío de la comida que se vende por necesidad, y no por gusto; aunque ambas cosas puedan coincidir (como cuando alguien saca provecho de su talento especial para preparar enchiladas, ensaladas o chiles en nogada), es notoria la diferencia entre un puesto de comida surgido exclusivamente para obtener recursos y otro donde se maneja una mínima ciencia gastronómica.
Cuando algunas noches camino desde el Metro Portales hasta mi casa, veo algunos puestos de comida para satisfacer los antojos de la comunidad. Los más patéticos son de alitas, papas fritas, hamburguesas y hot dogs, que pretenden pasar por la comida rápida de moda y carecen de la más mínima personalidad, mostrando la fachada de “vendemos esto porque a los mexicanos les encantan las fritangas y eso deja”. Más respeto me inspiran las señoras que venden quesadillas y sopes, con sus guisados en tupperwares de colores, que mínimo saben cómo hervir la papa, condimentar la tinga y cuando es temporada huitlacoche. De alguna manera, estas señoras terminan volviéndose legendarias en muchas colonias.
Lo realmente triste de cualquier empresa surgida por la necesidad, es la hipocresía. Cuando alguien pega un letrero pintado con plumones en una cartulina fosforescente, anunciando: “Rico pozole en el departamento 15”, lo primero que pienso es que debe saber horrible (del mismo modo que, cuando alguien en la calle se hace el simpático para venderme un plan de telefonía, me parece de lo más antipático).
No le creo a nadie que de un día para otro se vuelve experto en preparar empanadas argentinas, pero con los artistas de la farándula es distinto.
Yo ya sabía que Pituka y Petaka, cuando de niñas hacían un show, su mamá las ponía a vender tortas en el intermedio. Es una cuestión elemental de mercadotecnia: “No es cualquier torta, te llevas una torta de Pituka y Petaka”, que es para sus fans como un cabello de Paul McCartney para un beatlemaniaco.
Yo siempre he dicho que la fama solo sirve para dos cosas: para ligar (mientras dure tu fama) y para poner un negocio (que puede ir desde un puesto de jugos hasta una línea de perfumes).
Los artistas que, durante la pandemia, anuncian que la necesidad les ha obligado a renunciar a su talento para dedicarse a la venta de comida, me causan una irremediable ternura, porque confirman la sentencia de que “el aplauso es el alimento de los artistas”.
De entre el chantaje sentimental (para que seas su cliente) sobresale un ego gigantesco, que reclama justicia para un ser sensible arrojado al infernal mundo de la venta informal, mientras se posiciona entre la gente famosa, abriéndose un lugar a codazos entre los chismes del espectáculo. Son como ese individuo sangrón que una vez vi en las redes sociales, quien subió una foto suya haciendo cara de autosuficiencia, mientras sostenía un letrero que decía: “Soy guionista, yo y muchas familias vivimos de los foros cinematográficos que están cerrados por la pandemia”. Me puse de pie y le aplaudí rabiosamente (supongo que es lo que esperaba que hiciéramos todos los que viéramos su foto).
Además de Jorge Medina, están Pepe Magaña (con su restaurante de marquesitas y platillos yucatecos); Violeta Isfel, de “Atrévete a soñar” (quien ya hizo popular sus Isfelburguers); la comediante Michelle Rodríguez que vende donas; Sherlyn González y su “Isabella café”, etc. Son personas que sabe capitalizar su fama, la cual es muy importante cuando se acompaña de simpatía.
Recuerdo al matador José El Negro Muñoz, quien después de haber ganado muchísimo dinero, todo lo despilfarró y terminó vendiendo mole en un puesto afuera de la Plaza México. Era un mole horrible, pero El Negro era un hombre simpático y gran poeta, que te decía cosas tipo: “¿De dónde te has robado esa princesa mora que te acompaña?” Era inevitable no comprarle.
Como dijera Christian González (un gran realizador de bodrios excelsos, en formato de videohome): “Nos educan para ser exquisitos”, por ello renegamos de abandonar los reflectores para bajar a la cocina. Cuando una estrella, un científico, un estadista se ven obligados a vender tacos, no puedo evitar exclamar como mi amiga Olga Durón: “¡Qué padre!”, y con sincero regocijo deseo que encuentren su verdadera vocación.