En días pasados, tuve la oportunidad de observar que entre los títulos que se están vendiendo a precios simbólicos en el Fondo de Cultura Económica (noble iniciativa que hizo enojar a muchos, por razones verdaderamente enigmáticas) está La Estructura de las Revoluciones Científicas, de Thomas Kuhn. Leí ese libro hace ya muchos años, y buena falta me haría darle una relectura. Pero me quedó de él lo suficiente como para recomendarlo a cualquier estudiante universitario, de cualquier carrera y de cualquier nivel, porque aunque su tono y sus ejemplos están centrados en la física, la matemática y las ciencias naturales, es la mejor introducción a la teoría del conocimiento que existe. Aunque haya querido ser otra cosa.

En una simplificación exagerada, que sin embargo ilustra el punto que me interesa. La obra es una revisión objetiva, con mucho conocimiento de causa, sobre algunos cambios radicales en el pensamiento científico a través de los siglos, en teorías tan fundamentales como el heliocentrismo de la tierra o las leyes del movimiento en la física, la composición del átomo o el comportamiento de la luz. Es lo de menos si no entendemos los detalles, porque Kuhn nos hace ver que lo fundamental, lo innegable, es que la historia de la ciencia no ha sido una de avance y acumulación de conocimientos, sino de ensayo, error, prejuicios compartidos y cambios de “paradigma”, concepto que propone como piedra de toque de cualquier construcción teórica.

El paradigma es un conjunto de supuestos, ideas compartidas que pueden no ser totalmente verificables o tangibles, pero constituyen los cimientos mínimos sobre los cuales trabajar cualquier línea de investigación para que los avances, o hasta las refutaciones de los mismos, sean posibles. En el caso de las teorías del desarrollo económico, por ejemplo, el paradigma sería la idea misma de “desarrollo”, una ruta que se considera deseable y posible de recorrer para los países, y que tiene referentes occidentales e indicadores cuantitativos (PIB, índice de Gini, tasa de empleo, etc.). Si alguien propusiera que el desarrollo no es el fin al que debe aspirar un país, toda la demás construcción carecería de sentido.

Lo anterior quiere decir, básicamente, que los científicos del siglo XXI no “retomaron” el caminito donde lo dejaron sus predecesores del siglo XX, quienes a su vez partían del conocimiento acumulado, todo aprovechable e incuestionable, de los hombres de ciencia del siglo XIX. La realidad es más compleja. La física de Einstein se parece más a la de Galileo que a la de Newton. Durante muchos siglos, occidente fue platónico porque se consideraba a Aristóteles como lectura de infieles (porque fueron árabes los que lo redescubrieron y estudiaron). Las teorías científicas dominantes en una época son demolidas por nuevos descubrimientos o ideas (ojo, aunque sean sólo ideas, no evidencias) y también pierden popularidad o vigencia en el tiempo. Las razones de la dominación o irrelevancia de los paradigmas no tiene que ver necesariamente con ciencia, sino con agendas personales, políticas o hasta culturales.

La segunda idea importante del texto es que ciencia y tecnología no son sinónimos. La segunda está al servicio de la primera. Mientras que la tecnología implica siempre aplicación de principios científicos, y se suele asociar con enormes cantidades de recursos para su desarrollo, la ciencia es una actividad que a veces avanza, o se transforma, en la cabeza de los investigadores dentro del salón de clases, o de los institutos de investigación y las universidades. Por eso las revoluciones científicas pueden ocurrir en cualquier país, mientras que la masificación tecnológica basada en esas revoluciones, suele ocurrir solo en los estados ricos.

Por eso México podría ser una potencia científica, si se articulan y se canalizan los esfuerzos de nuestros investigadores de manera inteligente. Un Estado geográficamente pequeño como Morelos, por ejemplo, cuenta con 40 centros de investigación. Las posibilidades de construir un cluster científico están al alcance de la mano. Requiere, eso sí, un cambio de paradigma de la política científica. Durante mucho tiempo, el sistema ha orillado a la academia mexicana a vivir la mitad de año escribiendo artículos para revistas extranjeras y la otra mitad de año llenando formatos burocráticos. Ellos son la materia prima de la transformación económica y social de nuestro país. Pero será difícil si prevalecen incentivos perversos y visiones de corto plazo. Hay que trabajar en eso, y hay que leer a Thomas Kuhn.