Las últimas semanas ha surgido en los medios un término que sólo tiene sentido en regímenes autoritarios: "están abusando de la libertad de expresión". Lo interesante es que quien desarrolla la idea no es el gobierno, que ha sido congruente en garantizar un diálogo cotidiano con medios de comunicación. Quienes se dicen indignados por este abuso periodístico son algunos periodistas, en contra de otros. Hacen eco, por supuesto, de algunos ciudadanos que consideran ilegítima cualquier crítica contra el partido o gobernante que goza de su simpatía. Esto es grave, es la clase de sustancia ideológica inflamable que se debe neutralizar desde el inicio. Las consecuencias de su desbordamiento son siempre violentas y aterradoras. En tiempos de polarización es difícil hablar de temas importantes. La mayoría de las consignas y de las causas no se dialogan, se gritan; no se piden, se exigen; no se reconoce la dignidad del otro, antes se le denigra o invisibiliza. Aunque pueda parecer que esto es "business as usual" en la política, y en la defensa de intereses, no es del todo cierto. Hay niveles de entendimiento, de comunicación, que deben compartir todas las fuerzas políticas legítimas. Es el modelo de resolución de conflictos que, en última instancia, desarrolló durante toda su vida Jürgen Habermas con su teoría de la acción comunicativa. Si se reconoce que el adversario tiene dignidad, que sus pretensiones pueden tener sentido (para él) y que los conflictos, por regla general, tienen solución, entonces lo más importante de cualquier ecuación política es la comunicación.

No el poder de fuego, no la lealtad ideológica "a la causa", no si el otro es camarada, infiel o hereje. La racionalidad de mi adversario (y su conciencia de la mía) nos permite, en teoría, tratarnos con el suficiente respeto como para poder transigir, finalmente, en un acuerdo que no sea un insulto a la inteligencia de ninguno de los dos. Eso no nos convertirá en amigos, por cierto; seguiremos siendo adversarios, pero podremos coexistir y, en una sociedad libre y democrática, gozar ambos de todos nuestros derechos.

Ahora bien, la parte fina de la argumentación es la siguiente: si existe democracia, de la única clase que importa (la que permite a los pueblos elegir a sus gobernantes) entonces la libertad de expresión, y la opinión pública de la que es reflejo, es una necesidad. Insisto en la democracia electiva porque a partir de la idea de soberanía popular del siglo XVIII, todos los gobernantes del mundo, por más despóticos que sean, se dicen democráticos. Le dan la vuelta a las elecciones, a la oposición y a los derechos humanos mediante la devaluación de la democracia electoral como una "simulación" y la sustituyen por cualquier variante de "democracia sustantiva", que es lo mismo que cualquier despotismo ilustrado con otros nombres; todo el poder, cero contrapesos, sin rendición de cuentas, pero todo en nombre del pueblo. Puede parecer que nos estamos yendo demasiado al castillo teórico; no es así. Todos los mecanismos que hacen posible la democracia representativa y la rendición de cuentas del gobierno hacia el pueblo, comienzan y terminan con la libertad de expresión. De los ciudadanos, de los periodistas, y sí, también de los políticos y los funcionarios, que no por asumir el cargo pierden su ciudadanía. No hay "insolencia" periodística cuando el periodista da la cara; no hay "abuso en la libertad de expresión" al hacer una pregunta, sino en afirmar y publicar falsedades, pues esto último configura la difamación y la calumnia, delitos tipificados que no son "abuso" de ningún derecho. Tenemos ciudadanos y medios altamente politizados, un gobierno que da la cara. No los demos por sentados, a ninguno de los dos, para quedar bien con nadie. Antes bien pugnemos por su permanencia. Lo democrático no siempre es lo más cómodo, pero es lo mejor.