Durante muchos años, el federalismo en México fue una tensión permanente en varias dimensiones. Sin revivir todas las razones históricas y culturales de este interesante debate, baste recordar que en nuestro país el régimen federal se copió de la constitución norteamericana de 1776, y que nuestra composición política era antagónica de la del vecino del norte. Mientras que Estados Unidos fue un país conformado por 13 colonias autónomas y con gobiernos regionales fuertes, México era un territorio centralizado de facto en la parte de ordenamiento jurídico y administrativo, y prácticamente feudal en el aspecto de control militar; centralista en su deseo normativo, caciquil en su control social. No es sencillo entenderlo con nuestras categorías políticas de Estado, soberanía, jurisdicción y unidad nacional. Porque ninguna aplica totalmente.

Esa complejidad de nuestra sociedad mexicana ha llevado a interpretaciones bastante simples, escolares y erróneas. Por un lado se ha dicho que el federalismo no tiene razón de ser en México. Que es producto de una idea norteamericana metida con calzador en la realidad mexicana, y por eso no es, y será, más que una simulación. Por otro, se relata la heroica pero ineficaz batalla de los estados y municipios por conservar su dignidad y autonomía contra un gobierno federal que siempre está a las vivas para someterlos o (como muchos ocurrentes nos recordaron la semana pasada) desaparecerlos.

Ninguna de las dos versiones son correctas. El problema de la vigencia del federalismo en México no es solo de voluntad política (aunque a veces no la haya) ni de dos agendas excluyentes, federal y local, que además son juegos de suma cero. Pareciera que lo que pierden los estados lo gana la federación, entendiendo la ganancia como algo positivo, hasta de sentido común. No es así. El federalismo permite al gobierno federal trasladar la responsabilidad de una gran cantidad de problemas cotidianos y atención a conflictos sociales a otros niveles de gobiernos, frente a los cuales no es superior (esto es importante) sino igual, por lo que su relación con ellos será en todo caso de respeto y colaboración, no de revisión y convalidación. Este punto es crucial porque la mayor confusión que actualmente sigue teniendo una buena parte de la ciudadanía es que la federación es una especie de tribunal integral de apelación de los actos de gobiernos locales. Que es una autoridad mayor, subsidiaria que entra al quite, para lo que sea, cuando el gobierno estatal no puede, o no quiere, resolver un problema. Esto es falso. La propia constitución establece que la jerarquía entre las leyes federales y locales es, por regla general, la misma.

La realidad es que los estados y las ciudades mexicanas, en nuestro marco constitucional, siempre han tenido un margen de maniobra mayor al que han utilizado. Pueden (y creo que deben) establecer políticas y relaciones con otras unidades políticas para generar desarrollo sin depender, exclusivamente, del gobierno federal. Uno de los ejemplos más apropiados y menos utilizados es el hermanamiento de ciudades. Son acuerdos que se establecen entre dos ciudades mexicanas o entre una ciudad mexicana y una extranjera, para la cooperación y el desarrollo, sobresaliendo el intercambio cultural, que siempre, si se maneja adecuadamente, redunda en intercambio de beneficios tangibles y cuantificables. Pese a que es una figura inocua políticamente y sencilla en su instrumentación, pocas son las ciudades mexicanas que lo han aprovechado. Destacan las ciudades fronterizas y, casos interesantes por su geografía, la de Aguascalientes y la Ciudad de México, ambas hermanadas con media docena de ciudades alrededor del mundo.

Constatando la recuperación de los principios de política exterior que está impulsando la actual administración del gobierno federal, y siendo realistas acerca de la complejidad económica mundial, que quita el foco de proyectos específicos de los países y los traslada a las ciudades, creo que estamos en un buen momento para que los estados y municipios amplíen sus planes de desarrollo para obtener y aprovechar hermanamientos con otras ciudades de México y el mundo. La promoción de destinos turísticos, el atractivo de los estados para la inversión extranjera, y el intercambio de bienes y servicios únicos, puede estar al alcance de la mano de los miles de presidentes municipales de nuestro país.