Por Héctor Palacio @NietzscheAristo

                                                                                            “Que ya voy llegando a lo última de mi vida

                                                                               para ocultarme en el infierno”. Edipo.

 

Para Edipo, un hombre de poder a causa del oráculo y también desgraciado por efecto del mismo, el infierno (el hades, el inframundo) significó la muerte de una manera honrosa luego de tanto crimen, castigo y sufrimiento cargado a su cuerpo y ánimo, pues a final de cuentas sería llorado primero, festejado después, y recordado como un buen hombre víctima de su tiempo y su destino. Y “en el momento supremo” de su vida, la muerte, beneficia con el último poder a Teseo y a su pueblo, Atenas, al protegerla de males y acosos por venir.

A poco más de dos semanas de que por fin termine su mal habido gobierno, Felipe Calderón, quien lejos está de una consolación edípica, convive con al menos dos infiernos. El que deja en el país y el personal. Naturalmente, el infierno del panista más que griego, es bíblico, quizá más correctamente, católico, de acuerdo a su creencia. El primero es una morada general para los muertos, el segundo, una condenación eterna; y en su caso lo es, al menos desde el punto de vista moral.

El primero ha sido retratado incluso con cierta timidez en la película El infierno de Luis Estrada, donde, en un país donde reina el caos, la miseria, el desempleo, la crisis, la falta de oportunidades, se impone la violencia, el horror y el crimen.

Calderón se ofreció como “presidente del empleo”. Sin embargo, al no ganar la legitimidad en las urnas y hacer uso de toda suerte de malas artes para quedarse con el poder aun ilegítimamente, recurrió, antes que a su primer lema de campaña, la del empleo, a contravenir otra frase de la propia campaña en la que decía tener “manos limpias”. Decidió anegarlas de sangre imponiendo una política de guerra con el ejército, la marina y la policía en las calles, para supuestamente combatir al crimen organizado antes que atender las causas del mismo en un plan de fondo que incluyera la educación y el empleo. Y tan falló, que a la “guerra” decidió llamarle después “combate”. Y a cada oleada de muertes en las cuales se retorcía el país, dijo que ellas no eran sino la expresión de que iba ganando la guerra. Hoy se va y la guerra está perdida.

60mil muertos –o los que sean- no son poca cosa. La gran mortandad de mexicanos es el saldo de su malhadado gobierno. En ningún país se ha dado tan atroz resultado por combatir algún tipo de droga. En ninguna nación “civilizada” dejarían pasar a un gobernante responsable de una política tan errática, tan fallida, que antes de juzgar a los criminales, los ejecuta, y junto con ellos, a miles de víctimas inocentes; los estúpidos “daños colaterales”.  En ningún país alerta la sociedad habría aceptado a un gobernante causante de tantas muertes. Pero en México, en complicidad con los medios masivos de comunicación que la han secundado, se impuso una idea de locos, la de los beneficios de una guerra contra un fantasma que se desvanece, el fantasma de las drogas que, empezando por la mariguana, comienzan a legalizarse en el mercado consumidor número uno, Estados Unidos. ¿Cómo justificar la contradicción de combatir con muerte lo que en el país cómplice de esa guerra es un placer, un goce de los sentidos?

Deja Calderón un país hundido en la violencia, la desigualdad económica, la carencia de empleos, la falta de oportunidades. Y al parecer también con una Reforma Laboral que por un lado protege a los corruptos líderes sindicales sempiternos y por otro beneficiaría básicamente a los empresarios (si se crearan los empleos que publicitan sin ofrecer ningún dato específico) dejando de lado los derechos de los trabajadores. Y por si fuera poco, hace feliz entrega de su fracasado gobierno al otrora adversario de su partido, el PRI.

El segundo infierno de Calderón se desprende del primero, de la carga moral que debiera pesar tras sus espaldas, en su conciencia, por el estado en que deja el país. He  aquí un doble juego del panista, quien por un lado dice que se va con la conciencia tranquila y por otro edifica un absurdo que, según algunos, manifiesta su culpabilidad, el “Memorial de las víctimas”. Una serie de placas metálicas que busca “ofrecer un homenaje a las personas que perdieron la vida por el combate al crimen organizado que se efectuó en la presente administración” (El Universal, 11-11-2012). Esas placas no tendrían nombres inscritos, como es lo usual en la moda internacional de este tipo de “monumentos”, sino frases alusivas a la guerra contra el narco.

Sin embargo, algunas de las placas tendrán el uso de que los familiares de las victimas escriban con plumón los nombres de sus queridos (declaración de Isabel Miranda de Wallace); ¿cómo para qué? Vaya estupidez. ¿Imaginan a Javier Sicilia trazando el nombre de su hijo  con una tinta borrable en una placa junto al Campo Marte en un pic nic de fin de semana? ¿Un memorial en homenaje a las víctimas de la guerra de Calderón, a los muertos de Calderón, ubicado nada menos que junto al campo con el nombre del dios de la guerra de la mitología romana? ¿Es una ironía o una burla involuntaria? No podría pensarse lo contrario.

La mejor memoria sería la justicia. Algo mejor aún habría sido no condenar a muerte a los 60mil –o los que sean- que han perdido la vida. Aun prolongados apologistas de Calderón reprueban su criminal política (Jorge Castañeda, Rubén Aguilar, entre otros tantos). Nadie en su sano juicio podría justificar las decenas de miles de muertos acribillados, ejecutados, cercenados, descabezados, ahorcados, asfixiados, emboscados, colgados, “entambados”, diluidos, carbonizados, descuartizados, torturados,… Solo un loco.

La barbarie y la desolación es lo que queda tras seis años. Si esto en vez de infierno le trae tranquilidad de conciencia a Felipe Calderón, México podría haber estado gobernado recientemente por un genocida, por un desquiciado investido de legalidad.