Cuando era niño, una vez me reí de una imagen de la Virgen de Guadalupe, y un amigo de la familia me dijo: “A ver si así te ríes cuando te rompa el hocico”.

No entendí su aseveración, pues aún a mi corta edad, entendía que la Virgencita era puro amor. No entendía por qué querría romperme el hocico (ni qué ganaría con ello).

La Virgencita, históricamente, ha estado presente en causas justas, como encabezar la Independencia de México (un buen chiste de Rius, fue poner un globito en las huestes del cura Hidalgo, gritando: “¡Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los que la inventaron!”), y en el movimiento zapatista de los 90, agregándole un paliacate sobre el rostro.

Los fanáticos son muy peligrosos (¡un saludo a Frenaaa!). Si bien es cierto que los asuntos religiosos tienen que ver más con la Fe que con el raciocinio, tampoco hay que pasarse de pendejos, y en nombre de una Deidad matar a creyentes de religiones distintas a las de la fanaticada, como sucede en Palestina, Turquía y otras partes del mundo.

En México, la iconografía de la Virgen de Guadalupe se prestado a muchas interpretaciones, que van desde los productos con la “Virgencita Plis”, pasando por Alex Lora y su playera guadalupana, hasta llegar a “La Rosa de Guadalupe”.

Muchos artistas la han usado, tanto en homenajes como en propuestas transgresoras, y la reacción de varios locos ha sido terrible. Recordemos que en 1988, seiscientos fanáticos de Provida cerraron el Museo de Arte Moderno, por una obra de Rolando de la Rosa, que le puso rostro de Marilyn Monroe y los pechos desnudos; en el año 2000, unos fanáticos echaron ácido a la reinterpretación plástica de Manuel Ahumada, quien la intervino de la misma manera (acto que fue aprobado públicamente por Arzobispo Norberto Rivera); pero lo peor ocurrió durante el estreno de “Cúcara y Mácara” de Oscar Liera, el 28 de junio de 1981, en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón (en Ciudad Universitaria), donde sesenta personas armadas con chacos y varillas mojadas con ácido, subieron al escenario y golpearon a los actores de la Compañía Teatral Veracruzana.

En mi opinión, peor afrenta la sufrió Juan Diego, cuando lo interpretó Fernando Allende en 1976.

Cerrar la Basílica de Guadalupe entre el 10 y 13 de diciembre, no es un logro ideológico izquierdista de la 4T, es un necesario ordenamiento de salud pública internacional (no haber cancelado el Vive Latino en su momento, tuvo consecuencias fatales), y aquí vuelven a resaltar dos problemas de la pandemia (que obvio no tardarán en pregonar los derechistas): 1. La libre expresión social de las procesiones que vienen de otros estados, y 2. La afectación a los comerciantes de la Basílica.

Curiosamente, las consecuencias del cierre de la Basílica pueden preverse en un magnífico cuento del escritor potosino Ignacio Betancourt (uno de los mejores cuentos de nuestra literatura): “De cómo Guadalupe bajó a la montaña y todo lo demás”, donde unos ladrones secuestran la imagen de la Virgen de Guadalupe y la esconden en el baño de una pulquería llamada “La Montaña”, pidiendo de rescate un peso por cada creyente. Cuando los guadalupanos descubren el escondite, se lanzan para allá, pero los delincuentes amenazan con prenderle fuego si se les acercan. En seguida la pulquería es rodeada por comerciantes y concheros y todas las procesiones se encaminan a “La Montaña”.

Probablemente la Basílica cierre sus puertas, pero quizás muchos creyentes, aún así, acudan a sus puertas (lo mismo que los comerciantes) porque la propia estructura arquitectónica del Tepeyac, para los devotos, ya es sagrada en sí misma (como quienes visitan el Santo Sepulcro, cuya energía se siente desde la entrada de la antigua Jerusalén), y si no cierran la iglesia original también, va a reventar de guadalupanos.

Con todo, por el bien de todos, yo creo que la Virgencita se puso una veladora a sí misma, pidiendo el milagro de que cerraran la Basílica. Milagro auto-concedido.