En estos tiempos de globalización, los políticos de derecha, de centro o de izquierda en todo el mundo, convergen recurrentemente en un punto que hace poco no era el lugar común que es hoy: las medidas de shock o de austeridad radical, como plan para tratar de resolver el déficit de ingresos o frenar el endeudamiento que, a la falta de recursos, es la primera receta a la que recurren los administradores de los bienes públicos.

En México, por ejemplo, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha tomado la decisión de reducir el gasto para fortalecer las finanzas públicas, un esfuerzo que, si bien ha generado problemas en la prestación de servicios públicos como la salud, viene precedido y justificado socialmente por la creencia generalizada de que el dinero del erario fue, durante muchos períodos de gobierno, botín de los gobernantes en turno.

La corrupción ciertamente es un boquete por donde se fugan miles de millones de dólares al año, en detrimento de la población de países que no cuentan con sistemas o mecanismos anticorrupción, casi siempre los sistemas democráticos más inestables. 

El Fondo Monetario Internacional divulgó en abril pasado un informe en el que refiere la relación que existe entre la corrupción y los ingresos fiscales de los gobiernos, problema que tiene un impacto significativo en las cuentas públicas estimado en 4 puntos porcentuales, incluso en el caso de los países con economías desarrolladas.

El análisis de los expertos del FMI tiene bastante lógica: si el ingreso fiscal promedio para América Latina es de 26,5% del PIB, un aumento de 4 puntos porcentuales es una cantidad que permitiría pasar de 26% a 30%, por lo que habría muchos más recursos para gastos productivos, es decir, para lograr incidir en el bienestar de la población.

Pero en lugar de atacar la corrupción y recuperar el dinero que se fuga a manos privadas, en México y en otros países se recurre a la vía más fácil, la de apretarle más el cinturón a la sociedad, con propuestas dirigidas a la contracción del gasto público con el consecuente daño al bienestar y la calidad de vida de las familias.

Las medidas de shock económico en su origen fueron recomendaciones neoliberales impuestas por organismos internacionales a gobiernos en América Latina, principalmente Chile, Bolivia y Ecuador en los años sesentas y setentas. Quienes se han opuesto a ellas, advierten sobre el peligro que representa para la población una política de ajustes que termina siendo favorable a las corporaciones, con privatizaciones a gran escala, recortes al gasto social y desregulación económica. 

El tema del shock económico es un asunto que ha tomado un lugar privilegiado en las elecciones internas de partidos políticos en Uruguay, a raíz de la propuesta del precandidato puntero en las encuestas del Partido Nacional, Luis Lacalle Pou, de querer ser candidato para llegar a las elecciones presidenciales de octubre con una propuesta basada en la creencia de que las cosas están tan mal, que al enfermo hay que aplicarle terapia intensiva en materia económica.

Lacalle Pou es hijo y nieto de expresidentes, y hasta febrero pasado lideraba con amplia ventaja las encuestas de la contienda interna, pero sus constantes errores, como pedir que se cierre el expediente de los desaparecidos durante la dictadura militar o culpar a la gente por vivir en zonas que se inundan todos los años por la creciente de ríos, le han afectado sus posibilidades al grado de que muchos ven como probable triunfador en las internas a la sorpresa de la elección, el empresario Juan Sartori.

Además de su marcada falta de sensibilidad en temas sociales, el elemento que más daño le ha causado a Lacalle Pou ha sido su propuesta de aplicar en el Uruguay políticas de contracción y de ahorro radicales, que incluye el despido de 25 mil empleados públicos, una cifra nada menor en un país de apenas 3.5 millones de habitantes, y con las tasas de desempleo del orden del 9 por ciento. 

El programa económico del precandidato parece inspirado en el manual de los “Chicagos boys”, los alumnos favoritos de Milton Friedman, pues incluye privatizaciones, congelamiento de salarios y ajustes de impuestos, y por ello sus principales críticos mediáticos y en las redes sociales son los beneficiarios del gobiernista Frente Amplio, que lleva 15 años orientando hacia la izquierda las políticas públicas en el país. 

Sin embargo, las encuestas previas a los comicios del 30 de junio han dejado claro que una sociedad liberal como la uruguaya, que ha aceptado la legalización de la mariguana, el matrimonio igualitario y leyes que resultan favorables a los sindicatos y a los trabajadores, no daría un giro radical a la derecha por más que el país se encuentre marcado por la inseguridad y el alto costo de la vida, las principales preocupaciones de sus habitantes.

En otras palabras, el Frente Amplio de Tabaré Vázquez y de Pepe Mujica, estaría de plácemes si gana un personaje como Luis Lacalle Pou, porque aun cuando sobre el régimen pende el riesgo del sentimiento de alternancia, el hijo del ex presidente Luis Alberto Lacalle Herrera es un personaje polémico, con una propuesta antipopular, y sería un adversario fácil de vencer en las elecciones de octubre. Es en ese análisis, que surge de las encuestas, donde aumentan las probabilidades de éxito de los dos “outsiders” de las internas uruguayas, el ya mencionado Sartori y Ernesto Talvi, en el Partido Colorado.

La elección interna se realizará dentro de una semana, el 30 de junio y en buena medida, se ha vuelto una competencia entre políticos renovadores y políticos tradicionales. El resultado en el Partido Nacional, que es la principal fuerza opositora del país, indicará si los uruguayos quieren cambiar inspirados en el pensamiento de Albert Einstein (“No podemos esperar resultados distintos si seguimos haciendo lo mismo de siempre”) o si optan por darle al Frente Amplio un candidato fácil de vencer, para que la izquierda alcance un cuarto período de gobierno en el Uruguay.