Rubén Espinosa, fotoperiodista mexicano, fue asesinado junto con cuatro mujeres en la Ciudad de México el pasado viernes.

Hace pocos meses, Rubén había dejado de residir en el estado de Veracruz debido a las amenazas recibidas aparentemente por su trabajo. La capital del país le pareció un lugar seguro para continuar con su labor profesional.

Por la cantidad de periodistas asesinados y desaparecidos, Veracruz es considerado el lugar más peligroso en el mundo para ejercer el periodismo. Sí, el más peligroso por encima de Siria y Afganistán.

El gobernador del estado, Javier Duarte, nada ha hecho para proteger al gremio, y por el contrario, pareciera ser solo un espectador de la violencia y eso lo convierte automáticamente en cómplice por negligencia.

No pienso especular en las causas del asesinato de Rubén, esa es obligación de la autoridad. Lo que sí es mi deber como ciudadano y como colaborador de un medio de comunicación, es exigir justicia.

Y no se trata de envalentonarse por el hecho de que hablamos del homicidio de un periodista, no, el hecho es abominable, los signos de tortura que presentan las víctimas, los abusos que aparentemente sufrieron las mujeres y la ejecución con tiro de gracia es despreciable.

Sin embargo y sin denigrar la vida de nadie, el atentado en contra de un informador refleja claramente la impunidad que ejerce el poder, llámenle gobierno o crimen organizado. La fuerza de quien puede asesinar sin piedad y sin importar la indignación que puede propiciar, es apoyada por el vacío de poder, por una complicidad implícita o por omisión conveniente de quienes se ostentan como autoridades.

Rubén y las cuatro mujeres murieron como muchos otros compatriotas, en el abandono de sus más elementales garantías. Así como él y ellas, estamos todos y cada uno de los ciudadanos mexicanos, abandonados a nuestra suerte y sin mayor seguridad que la que cada uno de nosotros podemos auto proporcionarnos.

Hoy como desde hace ya más de una década, pregunto: ¿Cuántos más?