La tiranía es una forma de “administración” del gobierno en donde el poder se ejerce de una manera directa entre el gobernante y el grueso de la población, sin una mediación adecuada de las instituciones, sean leyes o personas en lo particular, capaces de hacer un contrapeso a las órdenes del tirano, y ser capaces, incluso, de nulificarlas. Las sociedades modernas, con el advenimiento del sistema constitucional, pretendieron idear un procedimiento de pesos y contrapesos del poder para evitar la concentración del mismo en manos de un solo sujeto –o un grupo-, precisamente por la cantidad de problemas que trae consigo semejante acumulación. Los “poderes intermedios” están encarnados en las constituciones, la división de poderes, la opinión pública, etc., son medios, a decir de Montesquieu en El Espíritu de las leyes, que evalúan, critican y se pueden enfrentar a la decisión de un gobernante, de allí que uno de los principales objetivos de cualquier tirano o aspirante a sea la violentación de esas fuerzas, ya sea mediante la calumnia; mediante el llamado directo a las “fuerzas populares” en detrimento de los canales establecidos por las leyes o, si pueden, la ocupación de los mismos normalmente en nombre del “pueblo”.
Los “poderes intermedios” marcan una delimitación del actuar, pero también influyen directamente en la comprensión del poder entre gobernantes y gobernados que los predisponen a marcar una jurisdicción a su obediencia. Si la oposición a los dictámenes del poder, están bien arraigados en la comunidad política, el desarrollo de hábitos cívicos predispuestos a la discusión y al análisis de las determinaciones, hacen un pueblo muchas veces más activo que uno que pasivamente se somete a los mandatos de un déspota todo poderoso que mueve las piezas a su antojo y sin reticencias. Los actos despóticos cotidianos acostumbran a las sociedades al acatamiento servil más indigno a su condición ciudadana, y no dejará de ser motivo de reflexión desde la Grecia antigua, cuando Aristóteles en la Ética a Nicómaco establece una relación fundamental entre forma de gobierno (politeia) y costumbre (ethos). Esto es que la forma de gobierno se encuentra legitimada por el propio actuar de los habitantes. Si son serviles, entonces asumen su sometimiento a un régimen o constitución tiránica, frente a un pueblo activo, acostumbrado a la participación pública, que era para el pensador griego una característica de la tierra de los helenos en donde sus ciudadanos desprecian los gobiernos autoritarios, y además logran dimensionar la posición estratégica del grueso civil frente a la defensa de sus instituciones. Los “hombres libres” defienden sus leyes ante la amenaza acechante de los aprendices de tiranos. Para Aristóteles no hay pueblo más representante de la tiranía que los persas.
“Tal tiranía es necesariamente la monarquía que ejerce un poder irresponsable sobre todos los ciudadanos, iguales y superiores, con vistas a su interés, y no al de sus súbditos; por eso es contra la voluntad de éstos, pues ningún hombre libre soporta con gusto un poder de tal clase” (Política, 1295 a 4), para así distinguirlo de dos formas de monarquía que previamente trata y que son “acordes con la ley”, una es aquella que otros pueblos no griegos tienen, pero que coinciden con la voluntad de su pueblo (1295 a 2-3), como los persas y que para Aristóteles es digna de “pueblos esclavos”, en donde solamente “uno es libre”, y otra es la manera primitiva de cómo los griegos se administraban y se les denominaba aisymnetas, anteriores al surgimiento de las póleis. Pero nada de edificante tiene un régimen tiránico a pesar del acatamiento de los siervos a su amo (que dicta una “legitimidad natural” por ser a la que están acostumbrados, como en este caso, los persas). Cierta indignidad a la humanidad se precipita sobre estos cuasi-humanos dispuestos a renunciar al bien preciado de la libertad, ante la que los griegos tanto se sacrificaron y triunfaron ni más ni menos que al conquistar todo el imperio persa, porque al ser uno sólo el libre –el tirano-, todos los demás son esclavos que se entregan en masa al primer caudillo que sustituye al déspota previo. Este principio de claro antecedente aristotélico, será profundizado por Maquiavelo.
Maquiavelo se pregunta: “por qué Alejandro se convirtió en señor de Asia en unos años, muriendo al poco de ocuparla; lo razonable, parece, era que el reino todo se rebelase; empero, los sucesores de Alejandro lo mantuvieron” (De los Principados, IV). Esto se debe a las características de esa tiranía esclavista persa: “En los estados que se gobiernan por medio de un príncipe y de siervos, la autoridad del príncipe es mayor, porque en todo el territorio nadie reconoce a otro superior que a él; y si obedecen a cualquier otro, lo hacen en cuanto ministro y servidor suyo, sin que medie además otro afecto” (Ibidem). Es algo que Maquiavelo también adjudicará en su época a los turcos otomanos, en donde el Sultán sólo está rodeado de siervos a los que el señor depone o nombra según su imperial antojo, a la manera de la antigua Persia: “Ahora bien, si consideráis a qué tipo de gobierno pertenecía el de Darío III (Rey de Persia), lo hallaréis similar al reino turco; por eso Alejandro tuvo por fuerza que chocar con él frontalmente e impedirle luchar en campo abierto. Pero tras la victoria, con Darío muerto, pudo Alejandro mantener tal estado con seguridad, por razones antedichas” (Ibidem).
La aparente fortaleza de la tiranía al concentrar toda su fuerza en “uno sólo” sin contención de tipo alguna, es también la causa de su ruina. Maquiavelo, lector de Aristóteles y erudito en historia antigua, asume que el imperio del tirano muere con su sola persona. Mientras que pelear contra un pueblo que tiene el poder dividido entre varias instituciones –el florentino ejemplifica con Francia-, hace de cada institución un fortín de resistencia, en cambio, en el poder tiránico, aplastar al líder es la oportunidad de hacerse de todo –imperio, riqueza, súbditos y hasta familia, como le ocurrió al persa-. El macedonio Alejandro, en su conquista de Persia, se dedicó a perseguir a su monarca, acosarlo hasta el nivel de casi atraparlo con sus propias manos, consciente de que aplastándolo sólo a él, tendría todo.
El nivel de batalla de una falange, compuesta por guerreros de a pie con largas lanzas estrechados por gruesas filas de ciudadanos conscientes de su libertad, fue una oposición sublime frente a montones de esclavos obligados a pelear por su amo, sin convicción alguna. La lucha de los libres aplastó a las hordas de un tirano que una vez debilitado –perdió todas sus batallas-, fue traicionado por sus propios sirvientes, asesinándolo, y corriendo a los brazos de Alejandro con el imperio persa entre las manos. A los tiranos se les golpea de frente, a la vista de sus sirvientes, con un acoso fulminante que poco a poco lo deslegitima. No tardará tiempo en que sean sus propios eunucos los que lo entreguen.