“Y al señor Jaime Torres Bodet”. Con esta frase terminaba sus graves palabras la maestra María del Carmen Alicia Rivera García, originaria del Saucito, San Luís Potosí, en la Conferencia de Prensa Matutina en Palacio Nacional, el pasado jueves 13 de febrero al celebrarse el 60 aniversario de la primera entrega de textos de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos (Conaliteg). Esteban Moctezuma Barragán, actual secretario de Educación Pública, tuvo el buen tino de invitar a esta profesora que, 60 años atrás, como alumna de primaria recibiera de manos de Torres Bodet uno de los primeros paquetes de libros gratuitos recién salidos de la Editorial Novaro (y que formalmente se habían entregado al presidente el 12 de febrero en dicha editorial).

Antes de terminar, la profesora Rivera había dicho, como un emotivo final a su alocución: “Y hoy aprovecho este espacio para decirles a todos los estudiantes del país que cuiden sus libros, que los aprovechen, que los amen. Porque estos libros son un regalo del pueblo de México para el pueblo de México. Mi gratitud a dos grandes personas, a dos incansables luchadores de la educación de México. A dos hombres que les brindo mi estimación, mi admiración, mi respeto. A don Adolfo López Mateos, y al señor Jaime Torres Bodet”.

La profesora fue evidentemente enfática y emotiva al pronunciar el nombre del poeta y escritor, acentuándolo con el brazo y la mano. Y lo subrayo porque tuve la impresión de que su intención de aprecio y admiración fue deliberada y porque me parece que no se enaltece lo suficiente la obra de Torres Bodet. Moctezuma Barragán lo mencionó en sus palabras en la misma conferencia, pero López Obrador sólo se refirió al “gran presidente Adolfo López Mateos” que había decidido la impresión y entrega de los libros.

Y sí, fue una determinación de López Mateos, pero la ideación, la propuesta, el convencimiento, la realización de la obra, el trabajo titánico fue de Jaime Torres Bodet. Algo semejante a la obra de José Vasconcelos al crear la Secretaría de Educación Pública en 1921. Él la había ideado desde 1916, con el malhadado gobierno salido de la Convención de Aguascalientes, cuando fue nombrado ministro de Instrucción Pública por Eulalio Gutiérrez. A Álvaro Obregón sólo le correspondió, como tenía que ser, apoyar política y económicamente el gran proyecto educativo del país.

La Conaliteg surgió con opositores dentro del conservadurismo (“el texto único es una vergüenza para México”; ¿suena familiar?) y, naturalmente, dentro de la industria editorial, pero se impondría a “ese disparo al aire… anuncio de un graneado fuego de batería” que ha persistido entre la derecha mexicana (La tierra prometida; Porrúa, 1981; todas las citas subsecuentes son de esta obra). No obstante, durante los últimos decenios estuvo en peligro bajo el poder del neoliberalismo corrompido impulsado por el llamado PRIAN. En 2010 publiqué en SDPnoticias el texto “El lánguido cincuentenario de los Libros de Texto Gratuitos”, para señalar ese peligro. Es una buena noticia que una década después de la crisis el sentido y el espíritu original de los libros se recupere.

Volviendo con la profesora Rivera, ya sea por recuerdo de infancia o porque conoce la obra de Torres Bodet, recrea en su discurso algunas de las palabras del poeta en esa primera entrega de libros en 1960. Recordemos cómo lo relata el autor de Tiempo de arena en sus Memorias: “Días más tarde, tuve que ir a San Luís Potosí… Aproveché la oportunidad para proceder al primer reparto oficial de los libros de texto gratuitos. Elegimos un plantel primario de la colonia Saucito, de humilde traza y heroico nombre: la escuela ‘Cuauhtémoc’. Niños indígenas y mestizos recibieron los ejemplares que les estaban destinados y que, según les expliqué, eran un regalo hecho al pueblo por todo el pueblo de la República”.

Con esa entrega Torre Bodet convertía en realidad, literalmente, un sueño que se fue gestando durante décadas. Como secretario particular y funcionario de Vasconcelos, como secretario de Educación por vez primera en 1943 y como director general de la UNESCO en 1948. “Editar a los clásicos, como lo hizo Vasconcelos en 1921, eso, sin duda, valía la pena. Volver a publicar la Biblioteca Enciclopédica Popular, principiada en 1944 e interrumpida en 1948, sería también un plausible intento”, pero lo que ahora buscaba era materializar un instrumento mayor para que todos los niños mexicanos aprendieran las bases de la lectura y de las distintas materias, que tuvieran acceso de manera igualitaria a la historia de México y al espíritu del mundo. Así, como parte del Plan de Once Años que el propio Torres Bodet había ideado para esta segunda ocasión como secretario de Educación, surgió a la materia ese verdadero prodigio para la niñez mexicana que son los libros de texto gratuitos.

Para ejecutar la obra, Torres Bodet eligió a uno de los intelectuales y creadores más brillantes, Martín Luis Guzmán, quien “sabría hacer respetar el ideal mayor de su vida pública: el liberalismo. Inteligente, activo, extraordinario prosista y espléndido ejecutor, administraría muy bien una comisión difícil de establecer y más difícil de dirigir… Realizó prodigios, sin premura, pausas, fatigas, desalientos o inútiles arrogancias”.

Y creo que vale la pena nombrar, hacer memoria también, aunque sea breve, de quienes integraron la Comisión y el Comité Técnico, de los responsables de volver tangible esta gran obra de la educación mexicana. Citemos de nuevo al poeta autor de La tierra prometida. Jaime y Martín Luís escogieron “de común acuerdo, a los miembros de la comisión que iba a presidir: Arturo Arnáiz y Freg, Agustín Arroyo Ch., Alberto Barajas, José Gorostiza, Gregorio López y Fuentes y Agustín Yañez; un historiador valioso, un político experto, un matemático de sabiduría reconocida, un gran poeta y dos novelistas muy afamados. Por lo que atañe a los asesores técnicos,… creo que fue venturosa la selección. Incluía a las maestras Soledad Anaya Solórzano, Rita López de Llergo, Luz Vera, Dionisia Zamora y los maestros René Avilés, Federico Berrueto Ramón, Arquímedes Caballero, Celerino Cano, Isidro Castillo, Ramón García Ruíz, Jesús M. Isaías y Luis Tijerina Almaguer. Como representantes de la opinión pública, actuarían los directores de los diarios capitalinos más difundidos: Ramón Beteta, Rodrigo de Llano, José García Valseca, Miguel Lanz Duret y Mario Santaella”.

Ambos, Guzmán y Torres Bodet supervisaron personalmente el contenido de los libros. De ahí el orgullo que sintieron con su realización: “El manual más sencillo es el fruto de una evolución cultural prolongada, compleja y honda. Emana de experiencias históricas muy profundas. Representa la síntesis de una lenta alquimia docente, literaria, científica –y hasta política. [Los libros de texto gratuitos] constituían un esfuerzo sin precedente en la América Latina”. Y el poeta cita un informe del novelista, se trataba de “los libros más humildes, pero a la vez los más simbólicos que una nación adulta podía ofrecer gratuitamente a sus hijos. Son los más humildes –manifestaba- porque sólo responden al propósito, elementarísimo, de que los niños aprendan… los rudimentos de la lectura… Son los más simbólicos, porque con ellos se declara que, en un país amante de las libertades, como es México, el repartir uniforme e igualitariamente los medios y el hábito de leer es algo que nace de la libertad misma”.

Al redactar sus memorias, acaso Torres Bodet pensó en ese día de su visita al Saucito y acaso a aquella niña que muchos años después lo homenajearía en Palacio Nacional: “Recordé un retrató conmovedor: el de una niña que sostenía, entre sus frágiles dedos, un libro de primer grado. Sus ojos, vivaces y sonrientes, parecían prometer a quien los veía la realización de una hermosa esperanza libre. La patria, representada en la primera página de su texto, le infundiría valor para persistir”; esa hermosa Patria obra de Jorge González Camarena.

Y para concluir este recuerdo, necesariamente tiene que citarse ese bello fragmento del poeta educador: “Aunque han pasado los años, los libros gratuitos siguen distribuyéndose. No me hago, a este respecto, ilusión alguna. Lo sé muy bien: quienes reciben esos volúmenes ignoran hasta el nombre del funcionario que concibió la idea de que el gobierno se los donase. No obstante, cuando –al pasar por alguna calle de la Ciudad de México- encuentro a un niño, con sus libros de texto bajo el brazo, siento que algo mío va caminando con él”. Con los libros alcanzaría “la dicha mejor del hombre: realizar, en la madurez, un sueño de juventud”.