Los regímenes revolucionarios (o que se presumen tales) siempre han tenido problemas para hacer valer la ley en el caso de protestas violentas. El conflicto de fondo es ideológico y radica en resolver si se puede monopolizar el espíritu revolucionario. Por supuesto que lo han intentado desde Robespierre y Stalin y sus comités de salud pública o ministerios de pureza ideológica, con diversos nombres y matices (como si aquí importaran los matices). En palabras simples: ¿cómo conserva la autoridad moral un revolucionario cuando se vuelve, una vez en el gobierno, represor de otros revolucionarios? No es algo fácil de resolver.

Lo anterior lleva a los gobernantes a hacer muchos y muy variados ridículos de palabra y de obra. Los más recientes en este país están relacionados con la marcha del 2 de octubre en la Ciudad de México. Primero, el presidente López Obrador, curándose un poco en salud, trató de deslegitimar a los encapuchados con la ocurrencia de acusarlos con su mamá y abundar al respecto sería desperdiciar la libertad de expresión. Más interesante fue la ocurrencia de unos días antes, donde los mismos encapuchados u otros muy similares, quemaron librerías y rompieron vidrios el día del aniversario de los hechos de Iguala y Ayotzinapa, Guerrero. Ahí se ve el drama de un gobierno que se forjó en la antipolítica en todo su esplendor.

El desafío para el presidente, una vez que le pidieron un pronunciamiento sobre los hechos violentos de anarquistas encapuchados, no fue tanto el de condenar las agresiones sino el de dejar en claro que la etiqueta de anarquista (que aparentemente él considera muy honrosa) no se le podía poner a esos agitadores. Se soltó a decir su propia teoría, muy personal, sobre qué es un anarquista y, aparentemente, el “anarquista legítimo” es un constructor de instituciones, fiel soldado de las transformaciones de gobiernos de izquierda. Muy parecidos a sus simpatizantes, pues. El anarquismo sí es un movimiento filosófico de cierta profundidad, que tiene como máximo expositor al pensador Mijaíl Bakunin, quien expuso, con toda la sistematización que es posible en el caso, los principios del anarquismo.

Sin entrar en densas discusiones, baste decir que ni él ni sus seguidores pugnan por un colaboración con ningún Estado para lograr ninguna transformación. No importa lo que piense el presidente que es anarquía. Como todos los antiestatistas y antipolíticos, una vez que llegan al poder, se dan cuenta de que sin Estado no hay gobierno y sin gobierno no hay nada sino desgobierno. Pero la autoestima de un revolucionario no puede soportar esa certeza y ve mejor empezar a teorizar desde la incoherencia. Todo lo que suene popular es afín: izquierdista, anarquista, socialista, revolucionario, progresista. Todo lo que suena elitista es contrario al movimiento: neoliberal, conservador, burgués, derechista.

Si no viviéramos en la edad del circo de la posverdad, quedaría muy claro que lo importante es perseguir, juzgar y hacer responsables a quienes, so pretexto de la libertad de manifestación, causan daño a la propiedad privada y terror entre la población. Y si ellos se hacen llamar anarquistas, progresistas, jazzistas o caballeros jedis, ese es un tema menor que no debería estar en la lista de prioridades argumentativas de las autoridades estatales. Ya los verdaderos jazzistas o jedis tendrán que deslindarse. Pero es preocupante que un presidente que llegó al poder a través de leyes, instituciones y recursos estatales, que atiende desde algo que se llama Palacio Nacional y habla en nombre de algo llamado Estado mexicano esté tan preocupado por deslindar a los verdaderos anarquistas de los falsos anarquistas. ¿Qué dice eso de su propia visión del Estado?