El Departamento de Justicia de Estados Unidos denunció ayer, jueves 13 de agosto, a la Universidad de Yale (una de las más prestigiosas del mundo) por supuesta discriminación en su proceso de admisión. Aquí hay varios problemas, el primero consistente en que cualquier proceso de admisión, universitario o de otra índole, en el que hay un número limitado de lugares, es necesariamente selectivo, y la selectividad puede ser una palabra que fácilmente se convierte en discriminación si uno profundiza lo suficiente. Lo anterior debido a que los criterios que permiten elegir a un aspirante sobre otro tendrán siempre un grado de discrecionalidad (o arbitrariedad, depende a quién se le pregunte).

Es famoso el argumento que dio paso a la acción afirmativa desde la década de los setenta: los exámenes de conocimientos son discriminatorios porque los estudiantes de cierta raza, o cierta clase social, estaban predeterminados por una educación básica deficiente que les impedía sacar buenos resultados, no imputables a ellos sino al propio sistema educativo. Terminaba siendo un problema estructural y por eso los estándares para admitir a unos y a otros debían ser distintos. Cuando la diferencia opera en favor de mantener privilegios, se le llama discriminación; cuando opera con la intención de igualar a las personas, se le llama equidad. Obviamente en la vida real esto tiene más de apreciación que de tasación y eso constituye el meollo de las luchas culturales.

La representación política es un tema complejo. Baste decir que el propio Rousseau estaba consciente de que constituía uno de los límites inherentes a la democracia pura en las sociedades complejas. Cuando un grupo humano es demasiado numeroso, o los problemas a resolver en la agenda colectiva son demasiado complicados, el ejercicio cotidiano y permanente de la democracia directa es imposible. Si a eso le añadimos la evolución de la democracia, para incluir en ella los derechos de las minorías y la esfera de lo “indecidible” por cualquier mayoría, enfrentamos la necesidad de construir mecanismos que filtren la voluntad popular y la conviertan en acciones públicas razonables, legales y posibles. Ya no suena muy jacobino, y es que no lo es; se trata de construir instituciones y ciudadanía, entelequias mucho más modestas, pero que en su moderación garantizan la coexistencia pacífica y evitan las arbitrariedades de cualquier poder, sea este de iure o de facto.

El caso de Yale tiene otro detalle peculiar. Se acusa a la institución de discriminar, en su proceso de admisión, a los estudiantes blancos y a los de ascendencia asiática en favor de los afroamericanos y latinos. Su argumento, que en los últimos años ha decaído el número de nuevos alumnos de los primeros dos grupos en favor de los dos últimos. En una subversión del argumento primigenio que considera a las minorías raciales como grupos vulnerables per sé, el Departamento de Justicia pretende considerar cualquier proceso que dé resultados asimétricos como discriminatorio. El slogan es pegajoso: “no hay tal cosa como discriminación bondadosa”. Sin embargo, lo que está detrás es una afirmación de tintes raciales que puede ser el origen de mayores problemas. ¿Cómo entonces garantizaríamos que un proceso fue justo y objetivo? ¿Tendría que haber un número igual de alumnos de cada raza? ¿Y qué si una persona blanca se siente más irlandés que estadounidense, o italoamericano, o australiano americano? ¿Cómo establecer una taxonomía definitiva que deje contento a todo el mundo?

El problema de juzgar un proceso exclusivamente por sus resultados, es que convertimos a los aspirantes (de lo que sea) en cuotas que deben llenarse y no en personas que puedan tener más o menos méritos. En ese sentido, se vuelve una especie de lotería de vulnerabilidades y resarcimiento de daños históricos y no una evaluación del perfil profesional ni académico ni personal ni nada. Es decir, termina siendo, a fuerza de querer ser equitativo, tan arbitrario como los otros. Y no es que el tema de la representación política no requiera acción urgente y permanente (como mujer y como funcionaria, lo he vivido y defendido, en su vertiente de equidad de género). Lo único que dejo en el tintero es si ese criterio de representación forzosa debe trasladarse a cualquier categoría y a todas las esferas de la vida. Es una pregunta.