El caso de la construcción de un nuevo aeropuerto para la zona metropolitana del Valle de México ha sido, desde la campaña presidencial, uno de los temas de mayor visibilidad para el proyecto ganador de Andrés Manuel López Obrador. Ciertamente fijó agenda y puso a medio mundo a hablar del asunto. Con una posición más política que técnica, descalificó el proyecto de Texcoco, aduciendo que era carísimo y había corrupción. Aventuró en su propio libro “2018 La salida. Decadencia y renacimiento de México” (página 36) la posibilidad de mantener el actual aeropuerto internacional Benito Juárez para vuelos nacionales y reconfigurar la base aérea militar de Santa Lucía, con dos nuevas pistas, para vuelos internacionales y de carga (háganme el favor). Pero el debate siguió. Ya como candidato ganador, primero, y como Presidente Electo, después, el asunto ha seguido en una agenda lleno de contradicciones, matices e incertidumbre.

Tengo la impresión de que López Obrador ya no encuentra cómo salir de semejante brete. Para estas alturas debe saber ya, a ciencia cierta, que el proyecto de Santa Lucía no es viable. Y debe entender, también, que cancelar la construcción del aeropuerto de Texcoco, tendría muchos más costos que beneficios. El proyecto en marcha lleva más de 20 años de maduración (me consta) a lo largo de cuatro administraciones presidenciales de dos partidos políticos distintos. Es algo que se procesó con los más altos estándares internacionales de ingeniería y asesoría, dada la complejidad de construir un aeródromo de esas dimensiones en un terreno con las características del vaso de Texcoco. Pero el proyecto va y es viable. Su cancelación implicaría el desembolso de algo así como 120 mil millones de pesos por concepto de indemnizaciones, penas convencionales y otras consecuencias jurídicas naturales. Además, construir una vía confinada que uniese el actual y saturado aeropuerto de la Ciudad de México con la base aérea militar de Santa Lucía costaría, cuando menos, otros 100 mil millones de pesos. Todo ello, sin considerar la inversión ya realizada y que iría a la basura.

Por si fuera poco, el Centro de Estudios del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MITRE por sus siglas en inglés) ha confirmado, por escrito, que la convivencia entre estos dos aeródromos (Ciudad de México y Santa Lucía) es inviable por la naturaleza de las aerovías y la interferencia entre operaciones. Ha dicho el próximo titular de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT), Javier Jiménez Espriú, que podrían disminuir las frecuencias de vuelos para evitar estos riesgos. Brillante idea. Y también si suspenden todo tipo de operaciones aéreas se eliminaría la posibilidad de un accidente. Aún hay más: el constructor que ha insistido en apoyar el proyecto de Santa Lucía es Grupo Riobóo, sí, el favorito durante la administración de López Obrador al frente del Gobierno de la Ciudad de México. Riobóo fue descalificado del proyecto de Texcoco y ahora ha volteado a ver la alternativa de Santa Lucía por si acaso le toca. Y en un abierto conflicto de intereses, funge como empresario y como consultor del equipo de transición, a la vez. Ya me imagino el tamaño de escándalo que se armaría si lo mismo estuviera haciendo el Presidente Peña Nieto o cualquier otro político. Pero todo se resbala. No queda ahí la cosa.

Ha dicho el Presidente Electo que ambos proyectos se someterán a consulta, y que será “el pueblo bueno, sabio y avispado” quien decidirá, en última instancia, cuál de las dos opciones habrá de realizarse. Es decir, una decisión eminentemente técnica pretende trasladarse a la gente que, sin mayor conocimiento sobre el particular, habrá de asumir una grave responsabilidad que no le corresponde. Eso no es hacer un gobierno democrático sino abdicar de una tarea constitucional. Por si fuera poco, nos dicen que la consulta se hará el 28 de octubre y tendrá efectos vinculatorios. Veamos:

1º. Sin ser gobierno aún pretenden realizar una consulta popular vinculante.

2o. Ignorando el artículo 35 constitucional encargarán a un tercero el levantamiento de dicha consulta. Y es que ese precepto dispone que:

√ Las consultas serán convocadas por el Congreso de la Unión a petición del Presidente de la República; por el equivalente al 33 por ciento de los integrantes de cualquiera de sus cámaras; o bien por ciudadanos en un número equivalente, al menos, al dos por ciento de los inscritos en el padrón electoral.

√ El Instituto Nacional Electoral tendrá a su cargo la organización, desarrollo, cómputo y declaración de resultados.

√ La consulta popular se realizará el mismo día de la jornada electoral federal.

Como se puede observar, ninguno de estos supuestos se colma con la ocurrencia de lanzar semejante consulta popular. Es una violación flagrante a la Constitución. Y, por si todo lo anterior fuera poco, nos enteramos de que Jiménez Espriú ha dicho que si una de las dos opciones resulta no ser viable (me imagino que según los ingenieros que hasta hoy han despreciado) entonces la consulta no va.

Poca seriedad para un proyecto que significaría la obra más importante de este país en las últimas seis décadas; que nos pondría a competir con el canal de PPanamá y detonaría inversión, empleo, desarrollo, turismo  y un vigor extraordinario en el comercio exterior. México contaría así con el tercer aeropuerto más importante del mundo. Argumentos a favor, sobran. Ya se pronunciaron por igual MITRE, el Colegio de Ingenieros y el Consejo Coordinador Empresarial. Encuentran oídos sordos.  

En el fondo, tengo la impresión de que lo que quieren es salvar cara y echarle la culpa al “pueblo bueno, sabio y avispado” de continuar con el proyecto de Texcoco. Por lo pronto, es una pésima señal para los mercados el diferir un proyecto que muestra 32 por ciento de avance y tiene su financiamiento garantizado. Vaya necedad.

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(El autor es consultor, abogado y profesor)