"Mi mejor definición de locura es seguir haciendo lo mismo y esperar que las cosas cambien". Con esa frase, Albert Einstein evidencia que lograr el cambio implica romper con lo que se hace para variar y alterar el resultado.

Desde finales del siglo XX los estudios demoscópicos exponían la agitación social creciente, la expectativa insatisfecha por sus gobiernos, el deseo manifiesto de cambio en la conducción de la vida pública en el país.

La demanda de cambio ha transformado al país: la cantidad de gobernados por partido político, el surgimiento de nuevas opciones partidistas e incluso el surgimiento de la vía independiente, la baja calificación aprobatoria de gobiernos federal y locales, el descrédito de abundantes personajes políticos, de sus partidos de origen, la apatía y el desinterés a escucharlos, a darles espacio, a darles crédito e impulso popular, son ejemplos. Las victorias y las derrotas electorales, la pérdida de autoridad de los gobernantes y los niveles de rencor, desánimo y hartazgo popular son  consecuencias más severas.

La oferta de cambio ha sido determinante para llevar a la  presidencia de México a Vicente Fox, Felipe Calderón Hinojosa, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador. Sin empacho señalo que los primeros 3 no lograron convencer ni acreditar que eran el cambio positivo que la gente deseaba, toda vez que ninguno logró conservar el poder, que al transcurso simple de su gestión de gobierno, dilapidaron y no lograron retener. El cuarto, apenas electo, enfrentara la tremenda misión de responder a expectativas ciudadanas y lograr redireccionar la conducción del país, enrumbándolo hacia el bienestar y sobreviviendo a la cultura, a la memoria organizacional y a los hábitos de muchos mexicanos que ofrecerán férrea resistencia al cambio.

El presidente entrante de México asumirá la banda presidencial forzado a cambiar al país, la forma de  hacer política, remodelar la burocracia, el servicio público, los ingresos y las responsabilidades de los trabajadores para con la sociedad en pleno.

El cambio anhelado es complejo y exhaustivo: implica ir a la raíz, enderezar el tronco, podar ramas y follajes afectados,  para dar forma y cuidar al árbol gubernamental y evitar plaga y afectaciones futuras.

La misión excede interpretar, reorientar y redestinar las partidas  presupuestarias. No es un asunto de planear mejor. Ni siquiera de incorporar más inteligencia, más capacidad y más conocimiento a los miembros del gabinete y sus equipos de trabajo de primer nivel. Todo ello es útil, pero insuficiente. Sirve pero no alcanza para generar el profundo cambio que el aparato gubernamental requiere. Pronto, en este mismo año 2018, el Presidente enfrentará junto con su equipo de trabajo, las dificultades que implica gobernar a México. El nuevo presidente de México deberá hacia el interior del gobierno, gerenciar el cambio. El aparato burocrático nacional requiere un arduo proceso de cambio organizacional, que implica fundamentalmente modificarle a los servidores públicos en todos los niveles la manera de pensar,  de organizarse, de relacionarse y de desempeñarse.

Los burócratas piensan en su mayoría, linealmente; se relacionan bajo esquemas de autoridad vertical; enfrentan bajos estándares de  excelencia; tienen motivación y  compromiso en niveles y manifestaciones sumamente diferentes –al menos hasta ahora- de las manifestadas por el Presidente de la República; asumirán el rechazo al cambio como una forma de conservación de su estilo de vida, toda vez que están protegidos por derechos laborales y plazas de base que dificulta su renovación. La memoria organizacional del aparato burocrático necesita sacudirse. Reducir las zonas de confort, erradicar círculos viciosos, modificar usos y costumbres y alinear el trabajo orientado a resultados, reviviendo la vocación de servicio que en algún momento imperó, son tareas impostergables, difíciles pero básicas para que el gobierno funcione, cumpla, sirva y mejore.

Hay una barrera cultural que favorece lo peor de la práctica  gubernamental: la corrupción, la falta de compromiso, el servicio deficiente hacia la comunidad. Que el gobierno sea bueno, no depende de unos cuantos. Depende de lograr involucrar y poner en sincronía entre el aparato burocrático, las dependencias, los funcionarios y todos los engranajes del gobierno, para que recorran la misma orbita por donde viaja el discurso del presidente. Del dicho al hecho, hay mucho trabajo por hacer.

Hay que señalar que hoy por hoy, los empleados públicos federales no  guardan lealtad hacia alguno de los partidos que les abrió la puerta de ingreso al servicio público, en su mayoría, PRI y PAN, sino que ostentan una cómoda cubierta oficialista que se puede leer como “yo soy del que gane, soy institucional, soy parte del gobierno no de la política”, por lo cual, quien crea que cuenta con el afecto, la lealtad y la pasión de los servidores públicos, podría morir engañado y con desilusión. Recibirán al nuevo presidente con la mejor cara, aunque muchos pensarán que “durará seis años, él se irá y yo seguiré aquí con el nuevo, esperando mi jubilación, pase lo que pase”.

Destaco en positivo el gran valor que tiene la experiencia de quienes ya trabajan en el gobierno actualmente. Conocen como nadie los secretos, los recovecos, las vicisitudes y los tiquismiquis de la función pública que desempeñan. Que otro aspirara a hacer lo que ellos hacen, implicaría una empinada curva de aprendizaje que tardaría meses y generaría aletargamiento del aparato burocrático y malos resultados momentáneos.

Sin duda alguna el cambio obliga también a realizar cambios organizacionales, a dar una fuerte sacudida al árbol del gobierno, a privilegiar la capacidad, el talento, el conocimiento y la experiencia de los que están, siempre y cuando sean capaces de desterrarse de los malos hábitos y a cambiar de costumbres para renovarse y actualizarse. Al final, la actitud se vuelve tanto un factor de mejora y cambio como la aptitud.

Conclusión:

Uno de los cambios fundamentales para que la transición democrática rinda frutos y beneficie a la población en general, es el cambio hacia adentro del gobierno mismo. La mayoría de las organizaciones en crisis han desarrollado una ceguera funcional para con sus propios defectos. No sufren por no poder resolver sus problemas, sino por no poder verlos. Quienes gobiernan hoy serían incapaces de detectar los defectos. Es necesario que nuevos ojos diagnostiquen y nuevas manos procesen, remedien y reorienten al gobierno.

Tal como enunció Albert Einstein, “El mundo que hemos creado como resultado del nivel de pensamiento que hemos desarrollado, ha generado problemas que no podemos resolver con ese mismo nivel de pensamiento. Para que la humanidad pueda sobrevivir, necesitaremos una manera substancialmente nueva de pensar y aprender.” El cambio, que sea para bien.