Hace unos días me pidió una amiga el que revisase los papeles de un asunto personal que se encuentra ventilándose ante los Tribunales de un Estado vecino a la Ciudad de México.

Al echarle una ojeada, pude percatarme que las exigencias que le hacía su contraparte eran del todo desproporcionadas, ilegales y motivadas por un sentimiento se revancha.

Le manifesté mi extrañeza por el actuar del abogado que patrocina a su contrario, que a sabiendas de lo absurdo de las pretensiones que le están exigiendo, había aceptado realizar la demanda, a lo que ella me contestó: “El abogado es buena persona, pero se ha visto obligado a realizar esto porque mi contrario se lo exige”.

De esto me permito reflexionar lo siguiente:

En muchas ocasiones las personas se presentan en el despacho de los abogados con las ideas muy claras en cuanto a lo que hay que hacer, o lo que es lo mismo, con lo que debe realizar el abogado para resolver su asunto.

Esta situación, que es absolutamente perturbadora, no puede consentirse, puesto que de lo contrario, no solo se verá afectada la independencia del abogado, sino que la propia defensa del asunto se verá plenamente viciada al estar condicionada a los intereses subjetivos del cliente.

La percepción que el cliente tiene de su problema es la percepción de un interés subjetivo, que generalmente no coincide con el interés que a dicha situación le atribuye el ordenamiento jurídico. Por el contrario, el abogado baraja las posibilidades de éxito del asunto y la mejor forma de alcanzarlo al amparo de dicho ordenamiento, acercándose así al denominado interés objetivo. Si prevalece el interés subjetivo del cliente, será éste el que sea el que decida el modo de efectuar la defensa o pretenda dirigirla según sus intereses.

La negociación por el abogado de esta percepción con el cliente es clave para el éxito de la construcción de una relación profesional adecuada y muy especialmente para el éxito de la defensa. La razón es obvia: en la medida en la que el cliente comprenda y conozca el interés objetivo del asunto, el abogado podrá abordar el caso con arreglo a un planteamiento ajustado a derecho y a su práctica profesional.

Es al abogado a quien corresponde decidir, organizar y dirigir la defensa según su libre criterio y sin más sometimiento que a las reglas de su profesión y los dictados de su experiencia, y por ende debe impedir que prevalezca el interés subjetivo.

Esto supone que el abogado debe ser respetado en sus decisiones jurídicas por el cliente. De esta forma, y sin interferencias, aquel podrá actuar de forma objetiva, barajando las posibilidades de éxito del asunto y la mejor manera de alcanzarlo, conclusiones éstas que permitirán al cliente decidir con libertad si le interesa encomendar el asunto en tales condiciones.

Siguiendo por tanto este proceder, el interés subjetivo del cliente podrá conciliarse con el interés objetivo que el abogado le ha mostrado a través de su análisis. La independencia es, por tanto, una garantía para la mejor defensa del cliente.

En estos casos, el cliente quiere que el asunto se solucione de la forma que desea (una llamada telefónica en lugar de una carta, una denuncia penal en lugar de una acción civil, etc.), lo que puede motivar que no comprenda el verdadero interés objetivo del asunto, esencial para que el abogado desarrolle su estrategia. En tales casos, es fundamental, que el abogado tras escuchar activamente a su cliente, le exponga con mucha seguridad y solvencia la necesidad de que el asunto se lleve con base a este criterio objetivo del profesional. Para ello, le debe exponer a su cliente las consecuencias probables de la defensa propuesta comparándolas con las que el cliente desea seguir. Incluso puede recurrir al uso de ejemplos basados en su experiencia para ilustrar el error de proceder de esta forma.

En la medida que empleando estas habilidades el abogado consiga dicha conciliación de intereses se habrá asegurado el poder llevar a cabo una defensa ajustada a su práctica profesional. En caso contrario, estará facultado para renunciar a la defensa con total libertad.

En verdad nunca estaré de acuerdo en que el abogado ponga como pretexto simplón, poco profesional y carente de ética el tan sonado dicho “el cliente me obliga a hacerlo”, porque lo único que pone de manifiesto es su nula ética y hasta su deficiente preparación.

Una vez que han pasado las elecciones, en donde nos bombardearon con publicidad barata, me gustaría referirme de forma histórica al tema de la promoción de productos.

No sé si en alguna ocasión se han preguntado cuál fue el primer mensaje o anuncio publicitario de la historia, seguramente no, pero como mi curiosidad es grande en estos temas, la misma me llevó a investigar y me encontré que fue en la antigua Roma y, evidentemente, fue en latín.

La peligrosidad de las calles de Roma y su escasa o nula iluminación, poco más allá de alguna antorcha en determinados lugares, obligaba a que todo aquel que se atreviese a deambular en la noche fuese provisto de luz. Si los pobres tenían que conformarse con alguna vela o antorcha, los más pudientes podían permitirse llevar un esclavo haciendo las veces de laternarius, el que portaba la lámpara o farol (lucerna o laterna).

Las linternas eran de diferentes tamaños y fabricadas con diversos materiales (barro, cobre, etc.). El protagonista de esta historia, Asenio, era un fabricante de lámparas de aceite del siglo II en la provincia romana de Mauritania Caesarensis (norte de África) que tuvo la brillante idea de grabar en sus lámparas algo así como “las mejores lámparas labradas por Asenio”, y es precisamente éste el primer mensaje publicitario de la historia. Y no le debió de ir nada mal, porque se han encontrado lámparas de Asenio en varios puntos del Imperio romano.

Y desde ese momento, el latín y el griego han estado muy vinculados con las marcas comerciales y la publicidad. Existen varios motivos para el uso de las lenguas clásicas como parte del marketing de las firmas comerciales. Por un lado, el hecho de que el comprador no circunscribe el nombre del producto a un país determinado, evitando posibles antipatías territoriales. Las lenguas clásicas dan un carácter universal y atemporal al artículo en cuestión. Además, son lenguas eufónicas -suenan bien-, contienen vocablos breves y, a la vez, llenos de contenido semántico para que el nombre se retenga como reclamo publicitario y, sobre todo, aportan el prestigio de lo clásico.

Algunos ejemplos de hoy en día en el mundo del deporte, tenemos NIKE, que toma su nombre y el logo de Niké, la diosa griega de la victoria que podía correr y volar a gran velocidad; KAPPA, el nombre de la décima letra del alfabeto griego; o ASICS, acrónimo de la frase latina “Anima Sana In Corpore Sano” (Alma Sana en Cuerpo Sano, que aparece en las Sátiras de Juvenal).

También en los supermercados podemos encontrar referencias clásicas como los productos de limpieza AJAX (el héroe de la mitología griega que participó en la guerra de Troya luchando junto a Aquiles).

Aunque es en el sector automotriz donde parece que tienen verdadera pasión por los clásicos. La marca alemana AUDI toma su nombre del imperativo del verbo audire (oír). Por tanto, audi significa “oye”. ¿Y qué tiene que ver con un coche? Nada, en este caso tiene que ver con el apellido del fundador de la empresa: August Horch. No podía ponerle su nombre a la nueva compañía automovilística porque ya se llamaba así la primera que fundó y no tenía los derechos, así que lo que hizo fue traducir su apellido al latín, porque horch es el imperativo del verbo alemán horchen que significa “oír”.

La marca italiana FIAT con sede en Turín resulta del acrónimo de Fabbrica Italiana Automobili Torino pero que, casualmente, coincide con la tercera persona del presente de subjuntivo del verbo fio (hacer), y significaría “hágase”.

Y siguiendo en Italia, tenemos la ALFA ROMEO (acrónimo de Anonima Lombardo Fabbrica Automobili más el apellido de Nicola Romeo), cuyo nombre coincide con la primera letra del alfabeto griego.

La marca sueca VOLVO toma su nombre del verbo latino volvo que significa “hacer rodar”.

La marca de coches rumana DACIA, desde 1999 integrada en la francesa Renault, hace referencia a la provincia del Imperio romano correspondiente a la actual Rumania. En otras ocasiones, no son las propias marcas automovilísticas sino los modelos, como la marca checa SKODA, que utiliza nombres romanos de mujer: Felicia, Octavia o Fabia.

Aunque son las compañías asiáticas las que prefieren el recurso de apoyarse en el griego o el latín para sus diferentes modelos: Kalos (hermoso) y Magnus (grande) de la surcoreana DAEWOO; Potentia (fuerza) y Clarus (brillante, ilustre) de la también surcoreana KIA; de la japonesa MITSUBISHI tenemos el Carisma (prestigio) o el Nativa (autóctono); otros se centran en el tamaño, como Micra (pequeño) o Maxima (el más grande) de la nipona NISSAN; de TOYOTA el Prius (primero, el primer híbrido de producción masiva); el HONDA Odyssey (Odisea de Homero) o el Civic (de civicus, relativo a la ciudad). Hay muchos más, así que quieren seguir buscando, van a pasar un buen rato. Y para terminar este recorrido por las carreteras del mundo, la marca española de camiones y autobuses PEGASO que toma su nombre y su logo del caballo alado de la mitología griega.