Sin duda que la popularidad presidencial es un atributo positivo en tanto otorga fortaleza a quien preside las instituciones públicas en su calidad de jefe de Estado, quien también encabeza el gobierno y la administración pública federal.

De modo que la buena imagen y el respaldo que tenga el presidente redunda en beneficios incuestionables para la gobernabilidad, la capacidad de las instituciones y la marcha del país. Los programas, políticas y acciones de gobierno se ven beneficiados si se cuenta con un liderazgo fuerte en el poder ejecutivo, y si éste infunde mística y credibilidad a las acciones que se emprenden.

En efecto, la popularidad puede derivar en capacidad de convocatoria y de cohesión social, por lo que no es un atributo menor. Sin embargo, la popularidad también puede propiciar, indirectamente, descuido del gobierno, a partir de creer que ya cuenta con el respaldo social y con una buena calificación respecto de las tareas desempeñadas.

A contrario sensu, la realidad muestra que la popularidad se mueve en distintas direcciones, de modo que quien ahora cuenta con ella, no necesariamente la habrá de retener; más aún ante la velocidad de los fenómenos informativos y comunicacionales que se presentan en la actualidad, así como de las inclinaciones de la opinión pública.

Los ejemplos de drásticas variaciones en las tendencias de la opinión pública hacia índices de aceptación que se revierten en crítica o rechazo de autoridades, sobran. Lo mismo ocurre en la materia de las tendencias electorales. La experiencia mexicana reporta algunos aspectos interesantes.

Elecciones presidenciales de 1988

Cabe señalar el impacto que generaron las elecciones presidenciales de 1988, en tanto aportaron el primer dato duro para la posibilidad de la alternancia en el poder, a través de la vía electoral; más allá del debate sobre los resultados de esos comicios, es incuestionable que arrojaron, para ese entonces, el margen más estrecho de diferencia a favor del PRI. A partir de ese antecedente se llegó a pensar que un relevo del partido en el gobierno ocurriría en una circunstancia similar a la de entonces, es decir con crisis económica y baja calificación sobre la gestión presidencial y, por ende, de su partido.

Dentro de esa perspectiva fue sorprendente que la alternancia del año 2000 se diera en un contexto que nada tuvo que ver con esos presupuestos, ya que el presidente Zedillo era bien calificado y la economía se encontraba en crecimiento – el más alto de los últimos años-; por tanto, otros aspectos gravitaron para generar dichos resultados, uno de los más influyentes fue que con la reforma electoral de 1996 se había inaugurado la fase de la competencia política y había que dado atrás la etapa del sistema partido hegemónico, con ello se impulsó, si cabe la expresión, un mercado más abierto y libre para las votaciones.

Por lo pronto, en aquel momento de cambio de siglo, no fue posible trasladar la fortaleza del presidente hacia los votos de su partido. Ahora se documenta la alta popularidad del presidente conforme a los resultados que arrojan la mayoría de las encuestas; puede decirse que ese es un buen dato, pues fortalece la gestión del gobierno; pero hacer que tales momios se reflejen, en esa proporción, en respaldo electoral a su partido, es otra cosa.

Sin duda que la buena calificación del gobierno busca convertirse en un activo de la campaña electoral de su partido, y en alguna medida será así, pero hay otra faceta que desliga las elecciones de ese factor y las vincula a otros aspectos como lo son las y los candidatos, las campañas, la propaganda en los distintos medios y especialmente en las redes; destacadamente, en este caso, la concurrencia inédita de elecciones federales y locales, así como la percepción que se tiene de la realidad en lo económico, político y social.

Las votaciones pronto habrán de conocerse y darán pábulo para múltiples análisis.

En este momento es posible señalar que si el partido en el poder pretende buenos resultados debe aportar un esfuerzo y una estrategia propia para lograrlo, y no sólo quedar colgado del gobierno; éste, por su parte no debe estar sujeto a ser el tutor de lo que alcance su partido, pues, en ese caso, tenderá a convertirse más en partido y menos en gobierno, a mirar hacia el pasado, a minar la competencia política y a vulnerar la democracia, todo ello para marcar, claramente el peligro autoritario y totalitario.

La popularidad del presidente es un gran dato; debe serlo no sólo para él, sino también para el régimen democrático. Ojalá no sea su principal amenaza, pues forzar el acomodo de las elecciones a la popularidad presidencial significará, inevitablemente, lastimar el sistema de partidos y la pluralidad política.