El gobierno resolvió presentar su propuesta de reforma electoral al margen de una discusión pública sobre sus contenidos; mucho menos inscrita en consensos amplios, más allá de la opinión del proponente. Es obvio, entonces, que responde a la visión unilateral que tiene la administración.

Tal circunstancia inscribe, en sí misma, una gran polémica, pues las normas electorales, como se sabe, constituyen el instrumento más evidente de manipulación o de posible sesgo político para resolver la forma de traducir los votos en espacios políticos, curules o escaños, y para conformar la titularidad de los gobiernos en cuanto al poder ejecutivo en el país y en los estados.

Cierto, las normas electorales establecen cómo se vota, en dónde se vota y la forma de contabilizar los sufragios para resolver los espacios políticos en disputa; eso hace que la discusión sobre dichas normas sea algo esencial y que, como lo demuestra el caso mexicano, sean estas sustento fundamental para definir, alentar o entorpecer, la vida democrática del país.

En ese contexto se explica que las principales reformas político- electorales hayan tenido lugar durante los primeros tres años de los gobiernos, tal y como ocurrió en 1977, en 1989, 1990, 1996, 2007 y 2014, pues con base en ellas habrían de resolverse sendas elecciones presidenciales en 1982, 1988, 1994, 2000, 2006, 2012 y 2018.

En efecto, escapan a esa lógica las reformas de 1987, 1993 y 1994; cabe señalar que la de 87 no puede presumirse ya que colindó con la grave crisis que se vivió en los comicios presidenciales de 1988, y más bien parece probar el inconveniente de realizar modificaciones a las reglas electorales en la colindancia de la renovación del ejecutivo federal; la de 1993 se ubicó todavía en el ciclo de la difícil situación del 88, y da cuenta de la profundidad de la problemática electoral que se arrastraba entonces; mientras la de 1994 se realizó en el contexto de la emergencia que planteó el conflicto armado en Chiapas.

Así, los datos empíricos parecen reiterar que las reformas electorales, especialmente si son sustantivas, conviene se realicen en el primer trienio del período sexenal y que se evite ponerse a prueba o estrenarse en la propia renovación del titular del poder ejecutivo federal; más aún si se plantean al margen de un ejercicio de acuerdos que las sustenten, como es el caso que nos ocupa.

En buena medida, por lo antes expuesto se puede anticipar que la reforma electoral no será aprobada; pero de todos modos sirve para conocer los propósitos y la idea del gobierno al respecto. Un tema importante es la intención de reducir el número de diputados, aludiéndose el tamaño excesivo que tiene nuestra Cámara de Diputados, conforme a la población que se representa, si se compara con lo que ocurre en Estados Unidos, India, China, Indonesia y Pakistán, entre otros países. Sin embargo, si esa misma comparación se hace con Francia, Alemania, Reino Unido e Italia, entonces la desproporción de nuestra representación en los diputados no resulta tal.

Los argumentos esgrimidos en ese caso son claramente incompletos, parciales y por tanto son una verdad a medias; también una mentira parcial.

Por otra parte, la idea del método electivo a través de listas nacionales por estados supone que, en contra de lo que se expresara por el propio gobierno, no desaparecen los diputados plurinominales; pero lo que sí se plantea es modificar los espacios o demarcaciones para elegirlos, ya que se postula eliminar las circunscripciones plurinominales de modo que, en su lugar, sean las entidades federativas los ámbitos para hacerlo.

Lo anterior significa una vuelta a la forma geográfica de organizar las elecciones en el siglo XIX, donde estas se hacían en dichos espacios geográficos, lo que en la práctica significó trasladar al poder ejecutivo ventajas para que sus candidatos e intereses tuvieran preeminencia. Cierto, el circuito presidencial ofrece condiciones favorables para acomodar los intereses de los gobiernos estatales y municipales, dado la naturaleza del régimen presidencial y de su capacidad para favorecer las finanzas y proyectos de algunos gobiernos, así como de ofertar espacios políticos a sus titulares, como ya ocurrió con las invitaciones que el gobierno hizo a los gobernadores de Sinaloa, Campeche y Sonora, que recién terminaron su gestión y en donde el partido en el gobierno obtuvo el triunfo, en demérito de otra fuerza política.

Otro aspecto relevante se refiere a la elección de los consejeros electorales del INE mediante candidatos que propongan los tres poderes, sujetos al voto popular, pero la propuesta significa la necesaria politización de dicho colegiado, así como una modificación sustantiva en su conformación, que se contrapone con lo que se considera ha sido un desempeño acertado respecto de las condiciones en que hasta ahora ha operado, pues cómo olvidar que sobre esas bases se realizaron las elecciones de 2018 y de forma eficiente se llevó el relevo del partido en el poder.

En síntesis, conforme a estos elementos, la propuesta del gobierno desnuda su pretensión de obtener ventajas mediante una nueva forma de organización de las elecciones y de la conformación del órgano electoral, que mira, inocultablemente, a su interés para verse favorecido. Por otra parte, marca una propensión inocultable a diezmar a la oposición por la vía de la eliminación del presupuesto público a los partidos para sus actividades regulares.