La presidenta Claudia Sheinbaum ha llamado “antipatriótica” a la oposición. Según la jefa del Estado mexicano, los opositores a la cuatroté desean que “le vaya mal a México”.
No es, a mi juicio, más que un elemento adicional de una estrategia discursiva dirigida a hacer identificar el obradorismo con México. ¿Habrán olvidado los feligreses de este movimiento que casi la mitad de los votantes no votaron por ellos para ser sus representantes en la Cámara de Diputados? ¿Sabrán que el pueblo de México es más que los votantes de Morena y que los que aplauden sin cuestionamientos lo que haga, señale o interprete la presidenta?
No sobra recordarles, así como ellos mismos repiten incesantemente los nombres de personajes del pasado, que en las elecciones federales pasadas Morena y sus aliados alcanzaron apenas el 54 por ciento del Congreso.
Algunos otros desorientados han utilizado el término “apátrida” para referirse a los mexicanos que han alzado la voz para criticar las múltiples fallas y pifias cometidas por este gobierno. Desconocen –supongo– que ese concepto pertenece al campo del derecho internacional, por lo que no tiene lugar en la conversación pública.
Otros propagandistas, en su ánimo de vilipendiar a sus opositores, les han comparado con los conservadores del siglo XIX que viajaron a Europa a ofrecer el trono a Maximiliano de Habsburgo. Son simples, burdos y manipuladores. Lo hacen –está claro– para acusarles de buscar “vender” a México a Estados Unidos y de “ceder” la soberanía mexicana a Donald Trump.
Han sido comentarios torpes, malintencionados, fuera de contexto y que reproducen la clásica retórica propia del rancio populismo latinoamericano, sea antiyanqui o antihispánico, según convenga.
La crítica dirigida al gobierno de Sheinbaum y los cuestionamientos sobre probables lazos del morenismo con el crimen organizado no surgen de un deseo de subordinar los intereses nacionales a Trump, sino de responder ante la exigencia de superar las grandes crisis por las que atraviesa el país; desde en materia de seguridad hasta el tránsito hacia un régimen marcado por el autoritarismo y el creciente control del crimen organizado.
Sheinbaum, por su parte, a la usanza de su antecesor, se comporta como una líder de facción, y no ha asumido en los hechos sus deberes constitucionales: ser la presidente de todos los mexicanos, sin distingos de filias o fobias partidistas.