Pesimista como soy, desde que llegamos a Texcatepec, Veracruz, me preocupó el regreso. El carrito blanco había llegado, pero nada nos garantizaría que respondería durante el camino de vuelta. Pensé que una siesta aclararía mis pensamientos y al despertar no parecería difícil vencer a la Cañada: esas tres horas de terracería, de voladeros y, sobre todo, de absoluta soledad que agravaría cualquier falla mecánica.

Entonces decidí dejar a un lado la preocupación y gozar ese lugar aislado, enclavado en una sierra accidentada en donde el verde de su vegetación predominaba por encima de cualquier color.

Y justamente su encanto provenía de ser un lugar en medio de nada. Sin señal de teléfono, sin ciudad cercana, sin tiendita con internet, sin drenaje; ese lugar era la oportunidad de repensar cualquier rutina. De ver que se puede vivir aunque sea un par de días fuera de línea, sin que los demás se enteren dónde estás. Dejando inactivo a los avatares de todas tus cuentas de redes sociales.

El primer golpe de realidad lo recibí al momento en que pregunté por el baño. No es fácil usar una letrina cuando no estás acostumbrado, y menos cuando está en un cuarto cuyas dimensiones no son compatibles con tu estatura. Y peor cuando tienes hernias discales que limitan notablemente tu flexibilidad.

Por la tarde, después de una siesta obligada, decidí con mis acompañantes, Maya, Mayte, Jonathan, Mari y Rodrigo, explorar las veredas de ese pueblo aislado. La luz poco a poco nos abandonaba y el silencio era interrumpido por música de banda. Noté un afán de competir para ver quien ponía la música a un volumen más alto. Durante el paseo también fue imposible evitar el olor de los anafres cuyo calor sustituye a la comodidad de abrir la hornilla y ver aparecer el fuego.

Después de la caminata, café de olla con canela y varias piezas de pan casero nos esperaban sobre una mesa de madera. Después observé, en uno de los cuartos de la casa donde cenamos, un piso cubierto con vainas de frijol. Esto lo supe después de preguntar pues no tenía idea que así fuera el proceso previo a la obtención de la leguminosa. El frijol era principalmente para autoconsumo y otra parte para quien lo necesitara. Así sin más. Una práctica insólita para quien viene adiestrado en los menesteres del sistema capitalista.

Al despertar, una deslumbrante vista nos esperaba. El verdor enmarcado de un azul con tintes anaranjados se mostraba a todo esplendor. Tal era el lujo de los habitantes de Texcatepec. En ningún otro lugar de la república se encontrarían esa vista. Tal vez por ello aunque se vayan una temporada, un año o dos, sus habitantes siempre regresan.

El regreso, por cierto, no fue tan pesado. Un par de pendientes nos hicieron bajar a empujar el carrito blanco que finalmente nos regresó a nuestras ciudades tristes, plenas de baches y, eso sí, muy conectadas. jorgebeat77@gmail.com