El xocoyote de la familia terminó en este ciclo sus estudios preparatorios y se alista para entrar a la universidad. Sus padres, es decir, el mayor de los Figueroas y quien esto escribe, nos hemos preocupado de manera especial por la educación de los hijos. Seguramente fue algo que nos prometimos desde que los vimos por primera vez. Hacer todo lo que estuviera a nuestro alcance no sólo para que tuvieran una instrucción aceptable sino una buena educación.  

Nunca les exigimos los dieces porque sabemos bien que un número no refleja con autenticidad qué tanto han aprendido, pero también les hicimos ver que en el mundo real ese número sí importa, y mucho. De modo que intentamos hacer coincidir las buenas calificaciones con un aprendizaje razonable.

Como buenos hijos de padres dedicados a las Ciencias Sociales, optaron por las Ciencias Exactas. Los apoyamos siempre en sus decisiones. Nuestro mayor interés fue que eligieran la carrera que más les gustara o con aquella en la que se ven desempeñándose dentro de varios años. Tratamos de evitar a toda costa que eligieran Historia porque siempre les iba mal en Matemáticas o Actuaría porque no les gusta leer.

El primer caso es el más común. Se elige una carrera de Ciencias Sociales por malas razones. Afortunadamente, nuestros hijos no están peleados con las Matemáticas, al contrario, se llevan bastante bien, al igual que con las áreas de conocimiento aledañas.

Decidimos enviarlos a escuelas particulares para poder ser padres presentes y tener opinión sobre el curso de sus estudios. Nosotros estudiamos en escuelas públicas, trabajamos en escuelas públicas y conocemos, por tanto, sus virtudes, pero también sus muchos defectos. Así que nuestros hijos estudiaron la preparatoria en una escuela particular de Xalapa, situada en la céntrica avenida 20 de Noviembre, muy conocida porque su dueño y fundador fue un excelente director de escuela pública y lo fue también de su propia escuela. Sin él al frente, la escuela no es ya lo que era.

Quizá uno de los peores defectos que persiste en todos los niveles escolares es el autoritarismo. El maestro enseña y el alumno aprende. El maestro habla y el alumno escucha. El maestro sabe más y eso le otorga mayor autoridad. Nunca puede haber una relación horizontal. Si un alumno se atreve a cuestionar al maestro, es una clara falta de respeto que merece ser castigada y para eso están, ya no los reglazos o los golpes con borrador, pero sí los cincos (aunque un alumno obtenga uno, dos, tres o cuatro de calificación, la autoridad educativa, en educación media superior, exige que se asiente sólo cinco, ¿por qué?, es un misterio). Con otros padres hemos coincidido en que una de las razones importantes, aunque no la única,  para enviar a los hijos a las escuelas particulares es para huir del autoritarismo. Claro que este enorme defecto no es privilegio único de la instrucción pública. Eso ya lo sabíamos, pero tuvimos ocasión de constatarlo, con una sorpresa muy grata: cómo lo enfrentaron los jóvenes del grupo de Ciencias Exactas de la escuela que ya se mencionó y compañeros del benjamín de la familia.

Resulta que en el semestre anterior llegó Figueroita a anunciarnos que había reprobado el examen del primer bimestre de Física. Se prendió un foco rojo: apenas unos meses antes lo habían invitado a participar en la Olimpiada de Física. Supe que algo extraño ocurría. Y así fue: el 70 por ciento de su grupo había reprobado la asignatura. Me apersoné en la escuela para decir que algo sucedía con esa maestra. Prometieron investigar, pero sólo eso, porque la calificación estaba asentada y no tenían la menor intención de modificarla. En un superémulo de la PGR mandaron el asunto al archivo, porque no me dieron explicación alguna.

Los chavos, por su parte, decidieron manifestar también su extrañeza, pues el examen en cuestión consistió en problemas que no se explicaron suficientemente. De hecho, de los cuatro problemas del examen sólo habían resuelto antes, si acaso, uno de cada uno. Así que en la clase que siguió a la entrega de sus calificaciones de Física voltearon sus sillas en señal de protesta, aunque no le dieron la espalda a la maestra. Volteaban para escucharla de frente, pero con las sillas al revés.

La maestra acudió rápidamente a la subdirección (porque en ese negocio familiar es allí donde se toman las decisiones y no en la dirección), se quejó, jugó la carta sentimental y se puso a llorar. La subdirectora, todavía con más rapidez (la que no usó para investigar cuando pregunté qué sucedía con esa materia), decidió cobijarla, ¡pobrecita, estaba llorando!, y fue al grupo. Les echó en cara la grosería, los llamó irrespetuosos y amenazó con medidas disciplinarias. Una de ellas era reducir la beca de quienes la tenían. Preguntó por qué habían incurrido en esa grave falta. Amenazó con enviar reporte a sus casas. La mayoría se arredró, algunos dijeron que era broma y los directivos se sintieron muy satisfechos de haber impuesto la disciplina. 

Entonces el Figueroita fue el único que se levantó, y en forma serena y correcta dijo que no era cierto, que habían protestado de esa manera porque les parecía injusto el examen. Estaba molesto con sus compañeros por no haber sostenido su punto de vista. Le pedían que se callara, que ya lo dejara así y no faltó quien dijera que no era cierto. Nunca hubo reporte alguno, por cierto, quizá tratando de evitar a otros padres quejosos. Hasta donde supe hubo otros dos padres de familia que también reclamaron. Pedí que revisaran el desempeño de la maestra, pues era claro que si tenía ese porcentaje de reprobación, algo no estaba haciendo bien. La escuela hizo un simulacro de revisión de examen de mi hijo, que nunca solicité; yo pedía que se reconociera lo injusto del examen y se volviera a aplicar con lo que sí habían visto en clase. ¡Me canso ganso que no! dijo la subdirectora, si para eso montó el numerito, nada más que sin rueda de prensa mañanera. Y el más pequeño de los Figueroa se quedó con el único cinco de su todavía corta vida escolar.

Lo único rescatable fue que de nueva cuenta fueron a hablar con el grupo, sin amenazas por delante, entonces los jóvenes pudieron decir con franqueza el porqué de la protesta y expresaron su evaluación acerca de sus docentes, incluida la maestra (es un decir) de Física.

Yo pregunté qué sentido tenía impartir contenidos de Historia con pasajes como el del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, la lucha de las mujeres por sus derechos, el movimiento zapatista o el Yo soy 132 que iniciaron alumnos de la Ibero (que forman parte de los contenidos de Historia Universal Contemporánea) si una protesta pacífica por un examen injusto lo único que recibía era un manotazo. Hasta parecían discípulos de Díaz Ordaz (esto lo pensé, no lo dije).

Al siguiente semestre, los responsables de la escuela (también es un decir) revocaron las becas de todo el grupo de Ciencias Exactas. Mi hijo no tenía beca, pero expresé con orgullo que si la hubiera tenido, con gusto renunciaba a ella porque lo acompañaba en su protesta justa y decente. Otro hecho me hizo sentir que las acaloradas discusiones y debates familiares habían dado frutos: se negó a cambiarse de escuela. Sabía bien que “lo traerían de encargo”, pero lo enfrentaría con su esfuerzo académico. Sutilmente, pero sí lo agarraron de “puerquito”. Ni modo, él tomó su decisión.

Muchos piensan que los muchachos de Ciencias Exactas son los más despolitizados. Estos chicos, en cambio, dieron una pequeña gran lección. Reivindicaron su protesta y hacia el final de su preparatoria mandaron a hacer sudaderas con el nombre de su área en el lado izquierdo del pecho y una silla volteada en la manga derecha. El último día de clases, antes de abandonar para siempre su salón de prepa, dejaron sus sillas volteadas.

Yo sigo preguntándome, ¿será parte del alma humana la tentación de hacer valer la autoridad? ¿Será, como dice Sartori, que el poder existe cuando hay otro sobre el cual ejercerlo? Robinson, afirma, no tenía poder hasta que apareció Viernes. Sólo que muchos Viernes juntos pueden rebelarse.