Andrés Manuel López Obrador superó los primeros 100 días de su administración, y estos primeros tres meses han permitido aclarar muchas de las dudas respecto a su estrategia de gobierno y sus planes para el país, que marcha al ritmo vertiginoso de las “conferencias mañaneras”, de las iniciativas del nuevo partido en el poder y del temor de una buena parte de la sociedad respecto a la posibilidad de que el obradorismo pueda repetir muchos de los vicios del estilo populista que ya experimentamos en México especialmente durante los sexenios encabezados por Luis Echeverría y José López Portillo. Peor aún, el fantasma de un autoritarismo radical y catastrófico al estilo venezolano se mantiene en el ambiente, especialmente al recordar la declarada admiración que muchos de los líderes de MORENA -empezando por su presidenta, Yeidckol Polevnsky - han mostrado hacia la “revolución bolivariana”.

Por otra parte, los simpatizantes del nuevo gobierno destacan las acciones de “combate a la corrupción” llevadas a cabo por el Presidente y desestiman los temores de una regresión populista como un mero reflejo de la desesperación de los opositores que han perdido sus tradicionales privilegios.

Entonces ¿qué es lo que está pasando?

Más que plantear un anecdotario de decisiones y traspiés del gobierno, conviene entender las líneas transversales que orientan dichas decisiones, y que seguramente seguirán teniendo una influencia determinante a lo largo de lo que resta del sexenio, es decir, unos 2,080 días, o 50,000 horas, o poco más de 3 millones de minutos, en los que las palancas del poder federal estarán en manos de Andrés Manuel López Obrador.

 

Multiplicar la fuerza gravitatoria

En términos generales toda la agenda del presidente López, desde las conferencias mañaneras y la cancelación del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México hasta la decisión de eliminar los apoyos a estancias infantiles o incluso los refugios para mujeres víctimas de violencia, está orientada a un gran objetivo: Incrementar la fuerza gravitatoria de la oficina de la Presidencia de la República, concentrando en esta las facultades jurídicas y extralegales para el ejercicio del presupuesto y de la acción estatal.

Es decir, no se trata de un mero centralismo que pretenda concentrar las decisiones en la capital de la república, sino directamente en la figura presidencial, regresando en cierto modo a la llamada presidencia imperial del Siglo XX.

Asimismo, de forma similar a la concentración de masa, que en el ámbito de la física se traduce en fuerza gravitatoria que a su vez deforma el espacio-tiempo, en el territorio político la concentración del poder deforma el funcionamiento de la sociedad, multiplicando la atracción de los demás participantes hacia el origen de esa gravedad -en este caso, la figura presidencial- hasta el punto de alterar la estructura jurídica, ya sea por medio de reformas legislativas o de “leyes no escritas”, al grado de que coexistan 2 realidades normativas: una en los códigos y otra en la práctica, como ya sucedió durante muchos años en México.

Para decirlo claro, la concentración de poder resulta en corrupción, porque incentiva a las personas a actuar fuera de la ley con tal de congraciarse con el mandatario y de recibir los beneficios que este le dispensa a quienes lo complacen.

 

La incertidumbre como estrategia de gobierno

Uno de los principales instrumentos que el nuevo gobierno está utilizando para lograr esta concentración de masa política es el quiebre de las certezas institucionales, una estrategia que, con diversos matices, suelen compartir los gobiernos autoritarios.

¿Por qué?

Con las gravísimas crisis económicas que vivió México entre 1970 y 1995, la clase política y la sociedad civil organizada entendieron que era indispensable revertir la concentración de poder en la figura presidencial, porque se había convertido en un foco de corrupción y porque ese modelo dejaba al país en una situación muy vulnerable ante los caprichos, filias y fobias del gobernante en turno.

Por lo tanto, desde la década de los 90’s comenzó a impulsarse un profundo proceso de reformas, tanto a la constitución como a la legislación secundaria, para construir una serie de organismos autónomos e incluso ciudadanos en los cuales se repartió un importante porcentaje del margen de maniobra que solía monopolizar el Presidente de la República.

Así, por ejemplo, el Banco de México se volvió constitucionalmente autónomo desde 1994, y dos años después le siguió la plena ciudadanización de lo que actualmente es el Instituto Nacional Electoral. 3 años más tarde, en 1999 la Comisión Nacional de los Derechos Humanos adquirió su autonomía y en 2013 les tocó el turno a la Comisión Federal de Competencia Económica y el Instituto Federal de Telecomunicaciones, seguidos por el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, autónomo desde el 2014, entre muchos otros.

Esta fragmentación, acompañada del hecho de que, durante más de 20 años, entre 1997 y 2018, el partido en el poder no dispuso por sí mismo de una mayoría legislativa en ninguna de las cámaras del Congreso de la Unión, llevó a que la figura presidencial sufriera una profunda disminución de su poder, e incluso trasmitiera una imagen de impotencia, particularmente clara en el caso de las reformas estructurales fallidas entre 1997 y 2012. Tras recuperar Los Pinos, el PRI aprovechó la inercia para consolidar el Pacto por México, pero no recuperó el brillo de la Presidencia, erosionado aún más por escándalos de corrupción y un pésimo manejo de crisis como la de Ayotzinapa.

Obrador, protagonista desde la oposición de ese desgaste de la oficina presidencial, se ha propuesto revertirlo, rompiendo las certezas institucionales encarnadas en los organismos autónomos y en la práctica de la administración pública.

 

¿Qué logra con esta incertidumbre?

En pocas palabras: que todos los actores del juego político se sientan inseguros respecto a sus posiciones actuales y por lo tanto acudan al Presidente, tanto para obtener la ratificación de sus espacios de poder como para adquirir más.

Ese fue el objetivo de la cancelación del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México: enviar el mensaje de que ni siquiera la obra de infraestructura más grande en la historia del país podía salvarse de la condena presidencial, ni siquiera estando a mitad de la construcción. Lo demás fueron pretextos. Obrador acusó supuestos actos de corrupción en el otorgamiento de los contratos del NAIM, pero luego negó que existieran elementos para procesar a alguien por dichas acusaciones, también puso en entredicho la vinculación de capital privado en una gran obra de infraestructura, y poco después anunció básicamente el mismo esquema para el Tren Maya.

 

¿Cómo esparce esta incertidumbre?

A través de golpes de mano, como el ya mencionado del aeropuerto, y también a través de la duda respecto a la continuidad de las reformas (por ejemplo, sus continuas críticas a la reforma energética) y a la permanencia de los organismos autónomos. Un claro ejemplo de ambos fenómenos es la hostilidad que el presidente y su partido han demostrado hacia la Comisión Reguladora de Energía.

Veamos.

Inmediatamente después de tomar protesta, los nuevos legisladores de Morena presionaron para que la Comisión Reguladora de Energía quedará a cargo de la Secretaría de Energía, pero luego cedieron y la reforma a la ley Orgánica de la Administración Pública Federal, no contemplo dicha modificación. Sin embargo, cuando llegó el momento de proponer a los nuevos integrantes de este organismo, el gobierno obradorista dejó en claro su desprecio hacia la CRE, recurriendo a una serie de personas sin conocimientos básicos del tema energético, y cerrando el ciclo, el propio López Obrador acusó al Presidente de la Comisión de tener un conflicto de interés.

Es decir, existe una estrategia de debilitamiento que busca avanzar tanto en el terreno de la legislación como en el de la política. Proponen directamente anular la autonomía; si esto no funciona, optan por presentar ternas de personas cuya única cualificación es su lealtad al presidente, para manejar la Comisión a trasmano y, si esta se queja por ello, entonces el titular del ejecutivo aprovecha sus recursos mediáticos para amedrentar al opositor de sus planes. Podemos estar seguros de que los integrantes de todos los demás organismos autónomos estuvieron muy atentos a todo el drama, conscientes de que a ellos les puede pasar lo mismo.

Y en eso consiste la incertidumbre.

El presidente López no está anunciando por sí mismo drásticas reformas, o expropiaciones, o cacerías de brujas, pero deja que sus aliados del PT y sus legisladores de Morena presenten iniciativas que implicarían la destrucción de la autonomía de los organismos de derechos humanos, además de eliminar los Organismos Públicos Locales en materia electoral o entorpecer el trabajo de las calificadoras de inversión, entre muchos otros. Así las tiene disponibles como armas potenciales mientras se presenta como el hombre indispensable para contener y canalizar las pasiones reivindicadoras del pueblo. El mensaje tácito es indiscutible: O yo o el incendio.

Y lo mismo sucede respecto a que él no buscará juzgar a sus antecesores, pero los culpa constantemente de todos los males del país y anuncia que hará una consulta para que “el pueblo” decida si llevarlos a proceso o no, con la evidente intención de que la incertidumbre le permita mantener bajo control a estos personajes cuyo peso y experiencia los convierte en referencias obligadas de la oposición.

 

La incertidumbre como incentivo de la gratitud

Una función similar cumple la drástica reorientación o incluso eliminación de programas y apoyos que los gobiernos locales y las organizaciones de la sociedad civil ya daban como algo normal. Si Obrador hubiera mantenido la entrega de esos recursos, no le hubieran agradecido, porque de antemano tenían certeza de que los recibirían.

Por el contrario, al cambiar las reglas del juego, el nuevo gobierno obtiene una ventaja múltiple: consigue margen de maniobra para reorientar recursos hacia sus prioridades y obliga a estados y ONG’s a rogarle por los fondos que hasta el presupuesto 2018 eran considerados algo normal, de forma que el presidente pueda usarlos como fichas de negociación y muestras de su benevolencia.

El ejemplo de este fenómeno es la transformación del programa PROSPERA, que desde la década de los 90’s y bajo diversos nombres (Progresa, Oportunidades, etc.) había servido para que la federación canalizara a los estados cientos de millones de pesos en recursos para personal médico, pero que a partir del 2019 se convirtió en un mero padrón de becas, dejando a las entidades federativas con la necesidad de pedirle al presidente que se apiade de ellas y les envíe recursos que permitan pagar el salario de los médicos y enfermeras en campo.

Y, por supuesto, algo así pasa con las estancias infantiles y los refugios de mujeres violentadas, que han perdido sus tradicionales subsidios a cambio de un esquema de apoyos directos, de forma que los beneficiarios sepan que su gratitud debe dirigirse específicamente a la figura presidencial.

Es de resaltar que tan es prioritaria la estrategia de incrementar la fuerza de gravedad de la oficina del presidente que este incluso se ha mostrado dispuesto a desafiar a liderazgos sociales tradicionalmente muy vinculados a la izquierda del espectro político y concretamente a las redes de apoyo que lo llevaron a la presidencia, porque Obrador apuesta a que incluso si estos bastiones se enojan inicialmente con él, eventualmente le agradecerán cuando les ofrezca una solución intermedia, como sucedió con los refugios, evitando en el camino “perder autoridad”, en el sentido en que lo explicó él mismo en una conferencia de prensa.

Entonces, ¿qué esperar?

Debemos tener en cuenta que para el nuevo gobierno federal la incertidumbre no es un error o una suma de casos involuntarios, sino una táctica recurrente como parte de su estrategia para reforzar a la Presidencia de la República, debilitando en consecuencia los tradicionales contrapesos institucionales y sociales que se construyeron desde mediados de la década de los 90’s. 

Un socialista burdo, como por ejemplo Hugo Chávez cuando ya tenía el control absoluto de Venezuela, puede darse “el lujo” de caminar por las calles proclamando la expropiación de casas y comercios. Obrador está siendo mucho más sutil: amenaza y reconforta a inversionistas, políticos y ciudadanos. Nos recuerda cotidianamente que, si quisiera volverse un tirano, no podríamos impedírselo, pero que en vista de su magnanimidad no lo será, por ahora…

 

Entonces, ¿qué hacer?

 

Necesitamos construir y reforzar la fuerza de gravedad de centros de influencia independientes al presidente: empresas, organizaciones de la sociedad civil, asociaciones, familias, etc.

Necesitamos aprender a navegar la incertidumbre que el gobierno federal ha convertido en su obra maestra, y para ello la mejor opción consiste en adaptar al análisis político una estrategia básica del futbol: al defender no hay que concentrarse en seguir los movimientos del atacante, sino los del balón.

Lo mismo en la cancha que en la política, la agilidad en los movimientos, la “gambeta” es una forma de desorientar a través de la incertidumbre, y los grandes defensas siempre tienen esto en mente; no se preocupan por los malabares del delantero, sino por el avance del balón, que en este caso son las reformas a la ley, los nombramientos y alianzas que va tejiendo el presidente.

Ojos en lo prioritario, y que no nos distraiga la anécdota, porque de eso depende que podamos defender al país.