¿Cuánto hay que remontarse en el tiempo para descubrir el origen de un problema?”, pregunta Philipe Roth en su novela "Goodbye, Columbus". El inicio, el principio, el origen todo lo explica. Y la explicación, el diagnóstico adecuado es ya empezar a plantear soluciones reales.

Alguien dijo —tal vez Álvaro Obregón, no lo sé con certeza—, que solo se comete un error, porque todos los demás son consecuencia del primero.

La barbarie de Aguililla, Michoacán, los 14 policías acribillados tienen una explicación: la estúpida guerra perdida de Felipe Calderón. Es importante recordarlo. Calderón se robó las elecciones de 2006 y, para lograr la legitimidad que no le dieron las urnas de votación, a tontas y a locas envió a las fuerzas armadas de Mexico a enfrentar sin inteligencia ni estrategia al crimen organizado. México no ganó, no había manera de evitar la derrota. Un capricho de vanidad para lavar la mayor inmoralidad política —el fraude electoral— nos tiene en la crisis de seguridad que ahora mismo sufrimos.

El gobierno de Andrés Manuel —con la estrategia diseñada por su secretario de Seguridad, Alfonso Durazo— ha empezado a controlar las cosas. Como siempre, en la ruta hacia la superación del problema hay avances y retrocesos, pero se hace lo único correcto al darle forma a la nueva Guardia Nacional, que necesita tiempo para dar resultados.

Saldremos del infierno, no hay la menor duda, pero todavía conoceremos más catástrofes como la de Aguililla. Hay que entenderlo y cerrar filas con los responsables de combatir a las mafias; sí, con el presidente López Obrador y con el secretario Durazo. Lo que no se vale es politizar las cosas, algo que siempre hace el causante original de la violencia, Felipe Calderón, que en estos casos juega en equipo con su cómplice en el fraude electoral de 2006, Vicente Fox. Habrá que ignorarlos: ellos no trabajan a favor de Mexico, no lo han hecho nunca. No lo harán jamás.